En este capítulo del Libro Segundo de la novela histórica El sombrero del general, Jandey Marcel Solviyerte nos narra de forma magistral estos últimos momentos de la Primera República de Nueva Granada antes de la Reconquista. Vale la pena leerlo para conocer esa parte de nuestra historia desde la literatura, que es su más eficiente vehículo, al igual que vale la pena leer la novela, tan poética como rigurosa y ya ampliamente leída y recomendada por numerosos lectores, tanto legos como versados en nuestra historiografía.

I
20 de abril de 1816
El rumor corría por las calles y a la luz de los pobladores era un barril cargado de pólvora que no tardaría en reventar. Sólo bastaba la última mecha, la lumbre sobre el pedernal tomando fuerza y el desastre se abatiría por completo sobre la vieja ciudad de Santa Fe. En las chicherías del Chorro de Quevedo, en los tertuliaderos, en las esquinas iluminadas con la luz mortecina de algunos faroles de aceite, la inminencia de la invasión acaparaba la atención de una ciudadanía atemorizada. Con la renuncia de Camilo Torres y Tenorio el 12 de abril de 1816, José Fernández Madrid asume de nuevo la presidencia, y aun cuando Serviez le había insistido mantener unido el ejército, el presidente divide las tropas y envía a la mitad de éstas a la defensa de Popayán, plaza amenazada por el ejército de Sámano traído de Quito, que marcha al lado de los pastusos y de los negros patianos, a la par que traslada la sede del gobierno a la ciudad de Zipaquirá.
—Su excelencia, no es éste el momento para dividir las tropas, propongo que guardemos la unidad del ejército y marchemos hacia Casanare, a la espera de mejores condiciones para recuperar las provincias perdidas. —Dice en mal castellano el recién ascendido general de brigada Serviez al presidente Fernández Madrid con quien se entrevista en su despacho.
—La decisión ya está tomada, general. El brigadier Sámano quiere a Popayán y no podemos entregársela sin hacer frente a sus huestes bárbaras. Usted comanda el ejército restante, para la defensa de esta ciudad. ¿Está claro, general? —Contesta el presidente Madrid mientras se dirige a la ciudad para observar el vuelo de unas palomas en el marco de la plaza de Zipaquirá.
—Espero que recuerde, bajo las circunstancias que se avecinan, que acaba usted de dar muerte a la última esperanza que teníamos. Como soy un militar, mi deber es obedecer. —Responde en castellano afrancesado, mientras se retira de la sede del gobierno con su joven ayudante, quien se ha convertido en su sombra.
Zipaquirá es una ciudad rica, tanto por sus tierras de pastos fértiles y bosques como por sus abundantes minas de sal. Asentada sobre una meseta firme es paso obligatorio para ir hacia la Provincia de Tunja y de allí comunica de manera expedita con las provincias nororientales de Vélez, de El Socorro, de Ocaña y de Bucaramanga, ciudades tomadas por los realistas desde los descalabros de Bálaga, Chitagá y Cachirí. Por entre un corro de casas coloniales se desplazan ambos hombres, el experto veterano francés y su aprendiz incansable; a Serviez se le nota en el semblante la incomodidad de tener que servir a un gobierno débil, indeciso y atemorizado, pero de él no sale una sola palabra. La habilidad de Morillo como estratega incomparable, cuya cabeza fría adelanta ante sus oponentes en el tablero de los acontecimientos una jugadas de prestidigitador en los azares de la guerra, impone su sino y sus decisiones se hacen efectivas.
La avanzada del coronel realista Miguel de la Torre sobre la ciudad de Tunja, a la que somete el día 19 de abril de 1816, produce un temor generalizado en los habitantes de Zipaquirá, al punto que los independentistas empacan lo que pueden y se dirigen hacia Santa Fe, a la cual consideran más protegida que la actual sede del gobierno, error craso de Fernández Madrid quien no atendió las sugerencias de su comandante en armas. El gobierno debe ser trasladado por esta acción del enemigo de nuevo a la capital, donde la clase media está embebida en zozobra, y las clases altas y aristocráticas esperan con ansia la llegada de los ejércitos expedicionarios, para poder volver a hacer gala de sus títulos nobiliarios, de hacerse respetar como los señores y las señoras, costumbre que se ha perdido en los seis años que la revolución de los criollos, apoyada por mestizos, indios y negros, lleva funcionando como gobierno de facto en la Nueva Granada.
En la capital, y como si la situación estuviera para festejos, la sociedad santafereña ofrece un baile de recepción a los soldados de la república, ceremonia a la cual asiste la plana mayor del ejército, oficiales de alto y medio rango, así como edecanes y caballeros prestantes de la ciudad. Los jóvenes van vestidos de levita, con un pañuelo de seda que llevan al cuello de la camisa en lugar de la corbata, guantes blancos de seda, que se quitan cuando van a darle la mano a una señorita o a una dama de las buenas familias que mantienen el regio abolengo de la sabana. Dos bellos pendientes completan el traje entre el bolsillo superior y el inferior del chaleco, con una cadena que sostiene una medalla donde, por lo general, se guarda el retrato de la amada, pintado por algún artista prestigioso de la ciudad. Las jóvenes, por su parte, van en corrillos de a cinco amigas que visten de manera similar trajes de lanilla, linón y muselina, con ligeros escotes que permiten dar paso a la imaginación de los pretendientes. Llevan además hermosos pendientes de metales y piedras preciosas, collares con medallas de imágenes sagradas y mitones sedosos con hermosos acabados de bordados que cubren sus manos. Las mujeres adultas, en cambio, llevan trajes oscuros, con pañolón que cubre el frente a la altura del pecho, pañoletas de seda en la cabeza, collares y anillos finísimos, expuestos ante la concurrencia con elegancia y vanidad.
La banda de músicos, comprendida por un trombón bajo, flautín, clarinete, redoblante, bombo y platillos, inicia el Triquitraque, vals granadino muy sonado en las fiestas, y al ritmo de la música las parejas se trenzan como en una batalla de sinuosidades, hacen giros, entrecruzan parejas, se distancian para volverse a juntar. En un momento de la noche suena la contradanza La muerte de Mutis, y el joco teniente coronel Francisco de Paula Santander y Omaña salta a la pista dando una muestra impecable del conocimiento de este baile español. Su pareja, una bella muchacha de la clase alta capitalina, no puede sentirse más congraciada con el galante oficial que baila a la perfección y que además toca bien el tiple y un poco la guitarra andaluza. Las parejas forman remolinos en el centro del salón; hacen ‘el enredo’, hecho con cadenetas que enredan y desenredan a medida que la música llena de ondas todo el espacio. El teniente Córdova, vestido de manera sencilla, como es su costumbre, lleva al cinto la espada que le heredó su abuelo. Se sofoca en este ambiente palaciego y festivo. Sale al jardín principal a tomar un poco de aire. Piensa que la contradanza de la guerra apenas comienza.
II
27 de abril de 1816
Las jornadas difíciles por tierras paramunas aminoran el cuerpo divisionario que transita por parajes donde escasean los alimentos, los pastos; bajo una lluvia torrencial que hace lodosos los caminos, ya de por sí inhóspitos en la estación seca, la falta de oxígeno en los altos páramos enferma de soroche a los soldados, los mismos que marchan silenciosos quebrando a su paso la escarcha de los senderos.
En las noticias y volantes publicados por ambos bandos el enemigo es siempre “bárbaro”, “bandido”, “asesino”, “infiel”, “hereje”. Desde la declaración de “Guerra a Muerte” dictada por el entonces coronel Bolívar en la ciudad venezolana de Trujillo en junio de 1813, ningún combatiente e incluso simpatizante queda exento de ser pasado por las armas, de uno o de otro bando. La guerra ha degradado en degollinas, matanzas selectivas, en la política de tierra arrasada tan bien practicada por los rusos unos años atrás contra los ejércitos invasores franceses y, no yendo muy lejos, por las hordas de Boves y de Morales. El triunfo de Cachirí obliga a los patriotas a retroceder hasta el sitio de Puerto Real. Con la victoria de Warleta en la Provincia de Antioquia y su penetración hacia el valle del Cauca, la vanguardia de Morillo se halla en la hermosa, aunque belicosa ciudad de El Socorro, anti realista desde la revolución de los comuneros.
Gran conocedor de la guerra, con seguridad Morillo estudia estos movimientos, puesto que con el coronel de la Torre en Tunja, su entrada a Zipaquirá está a sólo unas jornadas de camino, y de ahí a Santa Fe un salto, último reducto independiente por sofocar. A 20 de abril sale de El Socorro hacia Guadalupe donde llega el 21. El día 22 ocupa la plaza de San Benito y al 26 de abril ingresa triunfante a Zipaquirá sin encontrar resistencia. Damas de las altas familias zipaquireñas recitan liras y romances castellanos a Morillo y a sus generales triunfantes. Otro tanto hicieron con los generales independentistas cuando ocuparon la población y la utilizaron como sede de gobierno.
En esta ciudad de amplias calles empedradas, de casas de dos y tres plantas con balcones artesonados, donde es grato observar los atardeceres del altiplano, con El Dorado revistiendo de luz el verde de todos los matices que la tierra benigna ofrece, instala por un día su cuartel general el ahora mariscal Pablo Morillo y llama a consejo a su Estado Mayor con el fin de detallar los pormenores de la toma de Santa Fe y el final de la campaña expedicionaria desde el norte del Virreinato del Nuevo Reino de Granada.
—Jamás os dije que sería fácil, pero henos aquí a las puertas de Santa Fe, en una campaña que ha sido victoriosa y que sellará con finos laureles las frentes de los que zarpamos desde el puerto de Cádiz a mediados de febrero del año anterior, con más ilusiones que convencimientos. Dios Todopoderoso y nuestro soberano el Rey Fernando VII, han sido la luz por la cual nuestros pasos han recorrido este camino de tinieblas. Después de que la canalla quemó los sembrados, las cosechas, las tierras cultivables de la sabana ardiente, fuisteis muchos de vosotros los que pensasteis que no lo lograríamos, y mirad cuán azorados han huido nuestros enemigos, al paso de vuestra marcha redentora. En sus infames publicaciones han expresado sartas de calumnias, dentro de las cuales se habla de mi carácter cruel y despiadado. Decidles a las gentes de sanas costumbres que se subordinen a nuestro gobierno que nada habrán de temer, así como esta ciudad hermosa y de espiritual arquitectura puede hablar de nuestro trato; podéis también hablarles de los buenos cuidados que dimos a los súbditos del rey luego de la toma de Cartagena de Indias, en tanto los miserables rebeldes los tenían muriendo de hambre, sin practicar con ellos la misericordia católica cristiana, entregándonos la plaza. Todas las poblaciones que hemos atravesado pueden dar testimonio del buen manejo que la corona le ha dado a este asunto, harto ya prolongado. Agradeced por sus versos a estas damas altivas de la ciudad de Zipaquirá; decidles que jamás olvidaré tan excelso recibimiento, y que en lo que en mi fuero sea posible, trataré de recompensarlas con presentes y regalos. Publicad también un comunicado que llegue a todos los rincones del virreinato, que diga: “El 27 de abril del año de Nuestro Señor Jesucristo de 1816, cumpliendo las órdenes del Excelentísimo Soberano Rey Fernando VII, Pablo Morillo, General en Jefe y Mariscal de Campo de los Ejércitos Expedicionarios, marchará contra Santa Fe a tomarla en nombre de su Majestad, al precio que sea necesario”.
Los oficiales se levantan de la mesa, cada uno a cumplir labores específicas para la toma de Santa Fe al día siguiente. La fiesta que la aristocracia zipaquireña le organiza al ejército realista, es acompañada de pólvora hasta la madrugada. Es tal la seguridad de la toma de Santa Fe, que los soldados no se ocupan en guardar energías para el día siguiente, y se entregan a la caza furtiva de amores, con humedades y gemidos entre las pieles calientes que contrastan con el frío de la sabana. Antes del amanecer, cuando suena la diana acompañada por el canto de un gallo, Zipaquirá parece una escena de las ciudades perdidas de la Biblia, donde algún día un dios ofendido arrasaría de una sola explosión todo lo existente, para purgar sus culpas; pero cuando el día clarea vuelve a ser la misma de siempre, como una beata que se escapa una noche de sombras con un amante clandestino y a la mañana siguiente es la misma mojigata y vieja gruñona recatada.
Algunos soldados aún inmersos en la resaca que la chicha ha dejado en sus cuerpos, se atalajan mal el uniforme, a lo cual el propio Morillo al pasar revista ordena que se les dé azotes, y que, en caso de combate, marchen a la vanguardia. Por la vía que conduce a Chía sale de la ciudad el pacificador Morillo en una montura blanca, acompañado de sus oficiales y de la tropa que se apresura como una víbora sedienta a beber de las aguas del río Bacatá. Marcharon si mucho una legua de distancia, cuando algunas damas encopetadas de la sociedad santafereña les salen al paso a recibirlos como salvadores. Estas damas de trajes pulcramente confeccionados por los más prestigiosos sastres de la sabana y quizá de todo el virreinato, fueron las mismas que tantas veces agasajaron a los oficiales y soldados patriotas en otras jornadas.
III
9 de mayo de 1816
Mientras Pablo Morillo avanza con su ejército de Zipaquirá a Santa Fe, el presidente José Fernández Madrid ya ha enviado una carta a aquel pensando que éste aún se encuentra en Tunja, con tan mal resultado que el estafeta es interceptado por la tropa del ejército patriota del Norte que se acantona en Villa de Leyva, al mando del general Manuel Roergas de Serviez, quien pone al tanto a su segundo, el coronel granadino Francisco de Paula Santander y Omaña, quien por orden de su superior, marcha de inmediato hacia Zipaquirá a entrevistarse con el mandatario José Fernández Madrid y con su gabinete de ministros, quienes a la postre huyen de un lado para otro en el intento de salvar sus vidas. El teniente Córdova, por su cercanía con el general francés, es puesto al tanto de la situación, apoyando la decisión de sus superiores de no obedecer órdenes presidenciales en caso tal de que el presidente no entrara en juicio y marchara con ellos a los Llanos, por la vía de San Martín hacia las sabanas ardientes de Pore.
El bien instruido coronel Santander, quien fuera de los primeros en tomar las armas durante el año de 1810, ha hecho su carrera militar en los campos de batalla. A su reconocida inteligencia, apoyada por una instrucción adecuada a su abolengo, ya que estaba a punto de graduarse en Leyes en el colegio de San Bartolomé cuando la revolución llegó hasta las propias calles santafereñas, se le suman su valor puesto a prueba y su fuerte carácter. Llega a Zipaquirá por la vía de Fúquene el día 30 de abril y con prontitud conferencia con Fernández, a quien trata de convencer de que la ruta más segura es la de los Llanos que comunican con Venezuela, donde existe un reducto de la resistencia. Al principio el presidente da su palabra, pero tan pronto sale el coronal a organizar los preparativos de la partida del gobierno, algunos de sus ministros le convencen de huir.
—Su excelencia ha de pensar muy bien tal decisión, ya que el clima de los Llanos no nos vendría bien a la salud , y mucho menos a nuestra condición, siendo territorios todavía salvajes y no plenamente dominados por la mano del hombre. —Dice su más cercano consejero.
—Hay informaciones venidas de Popayán, en las cuales se nos pone al tanto de la posibilidad de que un respetable capitán inglés, Guillermo Brown, se haya ofrecido a ayudarnos a salir del país, a cambio de una módica suma, dadas las circunstancias. Si su excelencia así lo dispone, enviamos una misiva de aprobación del plan y emprendemos camino rumbo al puerto de Buenaventura, pasando por Popayán a ver qué otros recursos podemos obtener en esa ciudad. —Expresa el oficial encargado de su guardia personal.
—Será difícil hacer caer en cuenta a Serviez de la importancia de la retirada al sur. Es un viejo lobo, astuto y terco; sólo me obedece porque tiene sentido del honor. Pero Santander, ese es el hueso más duro de roer, es un hombre inteligente y disciplinado, pero también tiene carisma, lo cual puede influir en nuestra contra.
—Eso no será problema, mientras él vuelve a dar unos falsos preparativos a Serviez para la llegada del gobierno, nosotros estaremos rumbo al Cauca. —Recalca el oficial escolta.
—Pienso que también debemos enviarle otra misiva a Morillo, es posible que la anterior enviada a Tunja no le haya llegado. De otra parte, será también una carta a nuestro favor si resultamos apresados, ya que intentamos transar en buenos términos con los españoles nuestra rendición. —Arguye su consejero.
—Eso haremos. Mandad a llamar a Santander, le daré instrucciones de que él y Serviez me esperen en Usaquén mañana mismo. —Culmina el presidente.
Los dos hombres salen de la habitación del mandatario y un viento helado sacude las ventanas, las puertas, balancea las cortinas que parecen fantasmas anunciando la caída de la república. José Fernández Madrid redacta la carta de su puño y letra para el teniente general Pablo Morillo y envía a un hombre de confianza a entregársela al comandante español. Por órdenes de Serviez, Santander desconfía del presidente, y hombres bajo su mando interceptan la carta en la cual el mandatario se rinde en nombre del gobierno, solicitando de manera mezquina se le concediera, de manera especial, el indulto. El coronel granadino pone al tanto al general francés de las intenciones del gobierno y se dirige con premura hacia Chiquinquirá, a donde Serviez ha movido de manera táctica al ejército restante, dejando la ruta abierta de escape hacia los Llanos orientales.
El río Fonce nace en un nudo paramuno de la cordillera oriental de los Andes y recorre una serie de cañones escarpados con una flora espesa y abundante fauna. Corre en sentido suroccidente-nororiente por la población comunera de San Gil y por los asentamientos de Guantiva e Iguaque, hasta juntarse con el río Fu, que nace en la laguna de Fúquene, para juntos desembocar en el río Sogamoso, uno de los mayores tributarios del Magdalena. Antes de que sus aguas se junten con el Sogamoso, recorre un valle iluminado a 2500 metros de altura sobre el nivel del mar. Sobre este valle se erige la población de Chiquinquirá, en la provincia de Boyacá. En esta ciudad boyacense se reúne Santander con Serviez y lo pone al tanto de la situación del resquebrajado gobierno y de la inminencia de una derrota general. El veterano oficial francés asume la representación de la resistencia, desconociendo al ejecutivo que estaba sellando su destino con una deshonrosa capitulación; la tropa con vítores lo aclama en una solemnidad casi romana.
Conocedor de la fe inquebrantable del pueblo granadino, ritualista por excelencia, y de su adoración a muerte por la imagen de la virgen de Chiquinquirá, un cuadro encerrado en una urna adornada con oro y piedras preciosas, el general Serviez ordena a una columna de sus hombres cargar la pesada figura en una caja de madera, con la intención de que el pueblo, transfigurado por la imagen de la virgen, se una a su marcha para formar un nuevo y poderoso ejército que pueda en condiciones de igualdad enfrentar a los españoles, por ahora triunfantes. El secuestro de la virgen obra como Serviez lo había imaginado, pero a la inversa. En vez de generar un efecto de imantación sobre los creyentes y éstos sumarse al ejército patriota, la desbandada que sufre éste, ya de por sí diezmado, quebranta la moral de cientos de los más de mil hombres que componen la caravana maltrecha, cuyas dificultades apenas comienzan; acuciados por los monjes dominicos que habían acompañado desde el momento del rapto a la imagen icónica, los soldados continúan abandonando la tropa en las noches, durante las marchas, en el abigarramiento del monte o en las escaramuzas que se van presentando en el camino. Para el granadino, católico, conservador y borreguil, es un mal presagio seguir a un cuerpo militar que ha robado una imagen sagrada, y desanda los pasos hacia el camino recto.
Los patriotas recorren el camino a Chocontá por la vía de Lenguazaque. Miguel de la Torre y Sebastián de la Calzada toman por completo a Santa Fe el 6 de mayo, cuando Serviez ha abandonado Usaquén la tarde del 5 y levantado el campamento cerca del río Tunjuelo para dirigirse por el escarpado páramo a Cáqueza. El avance es lento, por el lastre de la virgen y por la lentitud con que, adrede, los frailes dominicos caminan. Por estas razones llegan la noche del 6 de mayo al caserío de Chipaque, donde al fin descansan. Santander vuelve a insistir en abandonar el cuadro, y teniendo en cuenta el avance de una columna de cazadores y carabineros, Leales de Fernando VII de la Quinta División, comandada por el sargento mayor Antonio Gómez y ya les pisa los talones.
Gómez se dedica a hostigar a los patriotas en su lenta retirada, hasta que, tras el paso por Quebradahonda, en la altiplanicie de Sáname, Serviez calcula la dimensión de su error, y tras larga insistencia de su segundo al mando, Santander, decide abandonar a la virgen, convertida en un pesado fardo en una retirada que debe realizarse con la mayor premura y en silencio. Aves de vuelo rastrero, los frailes dominicos emprenden el regreso a Chiquinquirá convenciendo a otros tantos de seguirles tras la imagen rescatada. Sufren los patriotas de manos de los españoles nuevo hostigamiento en las alturas de Ubatoque.
Los españoles siguen disparando y retirándose, a la espera de refuerzos, para acabar por completo con la resistencia en el centro oriente del virreinato. Cuando los patriotas llegan a las márgenes del Río Negro, de nuevo el mayor Gómez ataca con fiereza, aprovechando que el paso del río debe hacerse en una tarabita de a dos hombres a la vez, y genera un caos en lo que resta de la desarrapada hueste independentista. Santander se ocupa de construir con los hombres a su mando más tarabitas, en tanto que allí, en el Paso de la Cabuya, el teniente Córdova se bate de nuevo con el enemigo, como tantas veces lo había deseado en medio de las fiestas palaciegas, en las cuales su espíritu jamás se sintió a gusto. Es justo en el momento en que el fuego, el ruido ensordecedor de los sables rompiendo huesos, los alaridos de los heridos y moribundos, el olor a pólvora que se adentra por el olfato, libera en el cuerpo endorfinas que lo hacen olvidar el peligro, cuando José María Córdova se encuentra en su elemento; lo suyo es el combate, la confrontación armada, el choque de los cuerpos prestos a morir: el arte de la guerra.
A sablazos, al lado de los últimos soldados de la retaguardia que protegen la avanzada y a los civiles que aún los acompañan, el hijo de Concepción deja entrever una vez más el jaguar adolescente en el que se ha convertido; recuerda su sueño de hace apenas unos meses, y como una fiera herida logra pasar la tarabita, cortando las cuerdas que la sostienen, y se dirige hacia la margen oriental del Río Negro, que va a desembocar en el río Meta. Desde allí un pequeño número de ciento cincuenta hombres busca con desespero por la vía San Martín-Pore la ruta de los Llanos como único refugio tras la derrota.
IV
30 de junio de 1816
José Fernández Madrid, presidente espectral del Congreso de las Provincias Unidas de Nueva Granada, avanza en compañía de medio batallón Socorro, su escolta personal, y asciende a la cordillera central de los Andes en busca del camino que lo lleva al sur del país, hacia Santiago de Cali y hacia Popayán, con la ilusión de salvar, ya no a la patria, sino la vida, en virtud de que Morillo manifiesta no tener intención alguna de transar con lo que, para él, no es más que una horda de bandidos, traidores a España, a quienes jamás el indulto les será otorgado. En el caserío de La Plata, fuerzas realistas atacan a la escolta presidencial aprovechando la irregularidad del terreno, causando media centena de hombres muertos y una docena de heridos. A raíz de las circunstancias, José Fernández Madrid al llegar al Cauca y al hallarse con la desilusión de un ejército compuesto por tan sólo setecientos hombres en armas, sin paga, con prendas astrosas, hambreados y con el ánimo bajo tierra, renuncia de manera definitiva.
El presidente dimite de su cargo y se dirige a cumplir su cita con el corsario Brown. Al atravesar las cercanías de Santiago de Cali se entera de la entrega de esta ciudad a la corona española. Toma la ruta hacia el puerto de San Buenaventura, bordeando las selvas de San Cipriano. Camilo Torres y Tenorio, enterado del plan de fuga de Fernández Madrid, en compañía de algunos de sus más cercanos se dirige hacia Popayán, a la espere de que aquel todavía se encuentre en la Ciudad Blanca. Uno y otro son apresados cuando fueron interceptados en sus respectivos caminos. En este interregno ilusorio, todos rechazan los altos cargos, los honores, los nombramientos. Ya no hay héroes.
Nadie quiere ser ministro o presidente, mucho menos general en jefe de una hueste fantasmagórica, al punto de que cuando llega la noticia del avance del brigadier Juan de Sámano hacia Popayán por La Cuchilla del Tambo, el propio general José María Cabal, un año atrás vencedor en la batalla del río Palo, renuncia a su comandancia, de la misma manera que lo hicieron los civiles que ocuparon los altos cargos. La responsabilidad del gobierno desfalleciente recae, en ausencia de García Rovira, presidente titular, en el vicepresidente encargado, el joven coronel Liborio Mejía, quien a sus veinticuatro años, por los azares de la guerra y por el destino de las Furias, se convierte en presidente de la república en funciones y asume a su vez la comandancia del ejército. Se dirige hacia La Cuchilla del Tambo a enfrentar a Sámano, quien lo espera en posiciones ventajosas.
Consciente de la inferioridad de sus fuerzas contra la totalidad de tropas españolas, y en conocimiento de que su nombramiento es a la vez un suicidio obligado por el deber y los juramentos que realizó, el joven antioqueño Liborio Mejía, oriundo de la ciudad de Rionegro, cuando sale de Popayán hacia La cuchilla del Tambo del Rey —como es llamado el sitio por los realistas—, hace tocar a la banda un ritmo de guerra luctuoso y ordena marchar a la funerala. El sonido de los tambores y las cajas destempladas para tal objetivo, las banderas de los destacamentos a media asta, los rostros melancólicos de los soldados que saben también el destino que los espera, presagian sobre aquel puñado de valientes hombres el desastre inminente y la desaparición total del ejército. A seis leguas de distancia llegan al caserío de Piagúa, separado del Tambo por unas sierras escarpadas donde el brigadier Sámano ha dispuesto trincheras bien protegidas, que hacen inexpugnables las colinas, a la par que envía doscientos de sus cazadores a atacar el flanco derecho de los asaltantes, con la orden explícita de tirotearlos sin tregua.
Es la noche del 28 de junio de 1816. El coronel Liborio Mejía sale por un momento de su tienda para recibir los beneficios del aire fresco. El firmamento está estrellado, su cóncava recámara se encuentra iluminada por completo con diminutas luces que cintilan en la lejanía. Respira profundo, extiende los brazos y se deja arrebatar por un instante de la belleza de la inmensidad del universo. Su carácter científico y académico, antes que guerrerista, contrasta con la escena trágica de la cual ahora es protagonista. Asume el papel que le corresponde. En él está dejar morir la independencia de manera deshonrosa como lo pretendía Fernández Madrid, o morir con dignidad, exaltando de paso el ideal republicano con una clara seguridad en el porvenir. Un disparo de cazador por poco le alcanza. Soldados leales a la causa patriota capturan al tirador y lo llevan hasta el coronel, Presidente del Congreso de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, quien le perdona la vida, aun cuando él mismo había declarado al salir de Popayán la guerra a muerte, lo cual sería su propia sentencia, y envía con aquel un mensaje a Sámano, donde lo confronta y le promete que al día siguiente tomará sus posiciones en El Tambo.
Los grupos de cazadores fieles al rey de España hostigan la noche entera el campamento de los patriotas. Al amanecer algunos disparos esporádicos señalan el inicio de una contienda feroz. El coronel Liborio Mejía, presidente en funciones y comandante del ejército, está de pie desde antes de la salida del sol. Su recia juventud lo ha llevado al más alto honor que un ciudadano puede aspirar en el régimen republicano, y él, sin contar un cuarto de siglo a sus espaldas, tiene la responsabilidad y el honor de ser la voz de todos y de cada uno de quienes han muerto a lo extenso del territorio granadino y en las repúblicas vecinas de Venezuela, Quito y la América Meridional. No es la suya la estampa del guerrero consagrado a las armas. Es la del hombre de estudio que se ha visto llevado por el devenir de los acontecimientos a portar un arma para defender sus ideales y sus principios, así como sus intereses políticos. Aquel amanecer del 29 de junio ordena a una compañía de cazadores responder al fuego de los cazadores enemigos, y a las siete de la mañana el tiroteo se hace generalizado, quedando las hondonadas entre cerro y cerro como tierra de nadie hasta las diez de la mañana.
El presidente Mejía ordena atacar con denuedo las posiciones de Sámano y los soldados imantados por su presencia a tiro de mosquete se lanzan con fiereza contra las formidables posiciones realistas. Una y otra vez los patriotas cargan con una valentía que el propio enemigo reconoce en los partes de batalla. La refriega es generalizada y, ante las embestidas granadinas, Sámano ordena a sus hombres repeler con eficacia los intentos de los rebeldes por tomar las trincheras a su mando. Cientos de soldados de la independencia perecen en la cuchilla sin poder tomar jamás el Tambo. La retirada se da a despecho de Mejía, quien logra escapar en el instante en que un escuadrón de caballería lo persigue, y los propios indígenas de Piagúa se vuelven en su contra. El coronel montañés va con su tropa, como una res herida de muerte, camino hacia La Plata, donde Carlos Tolrá lo espera impaciente para darle la estocada final. El último reducto de resistencia armada y organizada en el sur es destrozado por completo, difuminado.
V
5 de julio de 1816
Después de la derrota de La Plata el sargento mayor Joaquín París Ricaurte corre la misma suerte que el presidente Liborio Mejía, y después de escoltar su huida de La Cuchilla del Tambo, sostuvo un cruce de disparos con la caballería que perseguía al comandante antioqueño, dando pie a la fuga de aquel. Volviendo grupas a su caballo se interna en la espesura del monte por andurriales poblados de culebras, con el salvaje trópico en su contra. Al día siguiente da alcance a Mejía y lo acompaña en la contienda de La Plata. A dos días de su retirada, se encuentra con el general Custodio García Rovira quien busca la región de los Andaquíes, para continuar su viaje hacia Brasil y evadir de esta forma a las fuerzas realistas. En compañía de la familia Piedrahíta, compuesta por padre, madre y cuatro señoritas, bellas todas, que huyen de las represalias españolas, habiendo sido su casa sitio de reunión de patriotas y don Félix Piedrahíta, su padre, un convencido de las ideas republicanas, de ahí su apresurada fuga. García Rovira, el coronel Mejía y el sargento mayor París prometen escoltarlos con sus propios hombres y dar la vida si fuese necesario por preservar la virtud de las señoritas.
No obstante, proseguida la marcha hacia el páramo de Guacanas, la señorita Josefa Piedrahíta, la mayor de las hermanas, queda prendada del general García Rovira, al punto de proponerle que la lleve con él al Brasil, a lo cual el oficial patriota se niega, arguyendo todos los obstáculos que tendrían que pasar, las dificultades de todo tipo cruzando ríos caudalosos infestados de caimanes y de serpientes, navegar el Caquetá hasta la desembocadura en el río Marañón y de allí seguir la ruta al Brasil. Josefa sigue insistiendo, hasta que el conquistado oficial patriota no tiene otra opción que proponerle matrimonio para no faltar a su palabra de proteger la honra de la muchacha, en medio del monte, bajo unas circunstancias que además de adversas, no son las apropiadas para una ceremonia como tal. Apunta con su arma a Florido, el sacerdote de la expedición, para que desmonte de su cabalgadura, ayuda a Josefa a bajarse de la suya y con la anuencia de sus padres la toma por esposa en la ruta al páramo. Terminada la escueta ceremonia, los asistentes, dentro de los que se encuentran los padres de la novia, las tres hermanas, el coronel Mejía que hace las veces de padrino, algunos criados que llevan la carga y el mayor París Ricaurte, los recién casados se quedan rezagados, en tanto que la pequeña caravana se adelanta de manera prudente para dejarlos en aquel paraje en su luna de miel selvática, de tintes románticos en medio de la tragedia de un país que se deshace en ilusiones.
Dos días después, mientras bajan por la margen oriental del páramo para adentrarse a las manchas del Llano, son apresados por un piquete de soldados a caballo que los ve descender por la cuesta. Los amarran de dos en dos para remontar la cordillera, volver la senda y llevarlos a juicio ante Sámano a Popayán. A los prisioneros les hacen la quinta; tortura que consiste en rifar la muerte de uno de cada cinco condenados. Otros oficiales capturados, José Hilario López, Mariano Posse y José María Espinosa, resultan favorecidos, pero la pena les es conmutada cuando ya están en el patíbulo. París Ricaurte se salva de manera providencial y es condenado a prisión en Santa Fe hasta nueva orden. En cada rincón de Nueva Granada se imponía la bota española con efectividad reinante.
Jandey Marcel Solviyerte, El sombrero del general. Ediciones Cosa Nostra y Ediciones Letra Dorada, 2020.
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