Fragmento de El sombrero del general, novela histórica sobre el general de división José María Córdova Muñoz, narrada en la época de la emancipación americana de España, obra ganadora de los Estímulos Unidos por la Cultura 2020 del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia.
I
2 de abril - 31 de octubre de 1825
Con la entrega del efímero virrey del Perú, Pío Tristán, y la muerte en combate del virrey del Alto Perú, Pedro de Olañeta, el último bastión que le queda al rey en América Meridional, El Callao, al mando del brigadier Rodil, resiste el asedio de fuerzas patriotas y se sostiene en valeroso intento sin fuerzas amigas que lo apoyen, insular, como escollo en el mar. Sucre ha alcanzado la ciudad de Potosí desde el 29 de marzo y cinco días más tarde se entera de la noticia de la muerte del general Olañeta a manos de Medinaceli y comunica al Libertador, tres meses después de haber iniciado la campaña del Alto Perú, el fin de la misma. Ahora la mayor preocupación del recién ascendido a mariscal de campo es mantener en calma un territorio políticamente indefinido y amenazado por los rioplatenses, por un lado, por los peruanos, del otro, y por el imperio de Brasil en su intento de anexar estas tierras altas a su jurisdicción imperial. No era la guerra la que temía, sino la paz con sus vicisitudes y sus dificultades. Bolívar en Lima da órdenes como si del mismo virrey se tratara. Sucre envía a Córdova son su división a proteger la guarnición de La Paz, mientras él instala su cuartel general en Chuquisaca. Desde esta población la pluma de Sucre es prolija en la búsqueda de lograr un consenso con respecto a la situación del Alto Perú. Bolívar, quien tiene intención de formar un nuevo cuerpo de nación de estas provincias anarquizadas bajo su mano de hierro, se molesta con Sucre cuando éste hace un llamado a los representantes de todas las provincias para que en asamblea decidan cuál es el destino que ellos como pueblo quieren elegir. El general en jefe, presidente de Colombia, dictador del Perú y protector del Alto Perú, emprende una gira por todos los pueblos recién liberados por la dupla guerrera, Sucre y Córdova, y que él como buen político capitaliza en favor suyo. En cada población es aclamado como el gran Libertador de América y el general Bolívar comienza a dimensionar en su cabeza una idea maquiavélica. Es su mente lúcida fragua llameante. El 6 de agosto de 1825 se proclama el nacimiento de la nación de Bolivia. Llega a La Paz el 18 de agosto, exultante.
La ciudad de La Paz está de fiesta. Las casas, pintadas de vivos colores, están decoradas con guirnaldas y flores que expelen un olor agradable al paso del Libertador por el empedrado de las calles, lustradas para la ocasión. A más de tres mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, la más alta capital de América se yergue imponente sobre una gran meseta rodeada de picos desnudos de vegetación. Bolívar, al igual que este paisaje andino, está en la cumbre de su carrera política y militar. En las ventanas y en los balcones de los edificios ondea la bandera tricolor que el precursor Francisco de Miranda había diseñado para su ideal de nación: Colombeia. Música y pólvora resuenan en cada esquina. Vivas salen de las gargantas como una saeta hiriendo la sensibilidad de los últimos realistas que, mordiendo su rabia entre dientes, prefieren callar al paso de esta figura cuasi homérica, soberbia. A mitad del recorrido, las personalidades ilustres de la ciudad salen a recibirlo con todo tipo de agasajos. Córdova, comandante de la guarnición, presenta además de la protección que su jefe supremo requiere, una revista militar donde el batallón Pichincha, el preferido del general antioqueño, sorprende a los asistentes por su disciplina, el lujo de sus uniformes y por la perfecta coordinación en los movimientos. Córdova se ha ocupado de abastecer a su división de lo mejor que puede. Sólo él sabe por cuántas dificultades han pasado, cuántas desgracias, y allí están, orgullo del ejército, haciendo honores a su excelencia Simón Bolívar. Reunidos en la plaza, la ciudad entrega al Libertador una corona de oro, réplica de la icónica que llevaba en sus sienes Julio César.
—¡Ciudadanos de Bolivia! Vosotros os habéis dignado a otorgarme esta corona como ofrenda de vuestro amor a la libertad de América, de la cual di una pequeña parte. Como humilde servidor vuestro, la recibo de buen grado, pero quiero ceñirla sobre la frente del héroe de Ayacucho, quien merece, más que yo, esta ofrenda. —Dice Bolívar a los ciudadanos de La Paz, quienes se extrañan de ser llamados con tal gentilicio.
El general de división José María Córdova en medio de las ovaciones y la emoción del momento, recibe del gran general que admira desde que era joven, y que jamás hubiera imaginado que lo conocería en persona y menos que compartiría con él los laureles del triunfo, la corona de oro que aquel pueblo recién desbocado a la independencia le ha otorgado. Apenas sí percibe lo que detrás de la pompa y del lujo, de la fiesta y los loores, está fraguando el artífice de la libertad americana y ahora el creador de un nuevo Estado. La reticencia de Sucre es sutil; no deja de incomodarse ante el proyecto consolidatorio de Bolívar, aun cuando su lealtad jamás la pone en duda y obedece cuanta orden o disposición le da el Libertador para establecer las bases de la nueva nación americana. Movidos por el peso insostenible de la figura descomunal que es Simón Bolívar en esta hora, los representantes de las provincias terminan por ceder a las pretensiones del mantuano, quien ve en este momento la oportunidad de ejercer la “tiranía doméstica” que tanto anhela desde la Carta de Jamaica de diez años atrás e, incluso antes, cuando en 1804 mientras asistía a la coronación de Napoleón Bonaparte se imaginó a sí mismo rodeado de honores y de títulos nobiliarios, los mismos que la corona de Castilla le negó reiteradamente a su familia. Purgado de realistas medio hemisferio, la obra revolucionaria ha concluido. Lo que se viene, será grande y duradero, estructurado sobre roca firme.
Mientras el Libertador es agasajado en La Paz y sobre sus charreteras de general de división de Colombia, Perú y Bolivia, comienzan a brillar las águilas romanas, en la provincia de Chiquitos queda aún un pequeño reducto español comandado por el coronel Sebastián Ramos, quien luego de que las provincias de Charcas y Cochabamba se pronunciaran a favor de la independencia quedó cortado con el general Olañeta, y tras la muerte de éste su única comunicación abierta era con la provincia brasilera de Matto Grosso, donde el coronel Araujo é Silva comanda, se vio obligado a pedir al funcionario del emperador Pedro que anexase este territorio al Brasil, poniendo en jaque las intenciones bolivarianas y las ilusiones de los habitantes de la provincia de ser libres. En estas circunstancias el oficial lusitano marcha a enfrentar al comandante patriota José Videla a quien intima rendición sin obtener de éste la obediencia y mucho menos el territorio perteneciente al Alto Perú. Envía cartas a Sucre donde le solicita no interferir en la intentona expansiva brasileña. El mariscal de Ayacucho no ve otra opción ante las constantes intimidaciones de Araujo é Silva que enviar a Cochabamba a la Segunda División, la de enconados leones de montaña, a custodiar para la emergente república la soberanía de su suelo. Ante el despliegue de fuerza del general colombiano las tropas imperiales brasileñas deciden contramarchar y retornan al Matto Grosso sin cumplir su cometido. Salvada la provincia para Bolivia, Córdova instala su cuartel en Cochabamba, ciudad festiva, como él, la cual enamora la personalidad del montañés que antes de partir para esta población había cumplido en La Paz veintiséis años de edad y once en la guerra. El horizonte desplegado ante sus ojos lo invita a pensar en nuevas aventuras guerreras: acaso una campaña contra el vasto imperio brasileño que engrandecería la gloria de las armas de Colombia y su figura heroica en el continente. No obstante, el peligro mayor para la libertad americana está agazapado al interior de la república, moribunda al nacer.
II
1 de noviembre de 1825 - 6 de mayo de 1826
En este ajedrez de posiciones donde la Santa Alianza hace sus jugadas a través de uno de los pocos aliados que le quedan en el continente americano, Inglaterra y Francia siguen proyectando alianzas con la fuerza suramericana, representada por Bolívar en persona, que los van a favorecer a la postre en sus intenciones colonialistas. El 22 de enero, después de valiente resistencia, por fin el brigadier Rodil se rinde. Por su parte, el Libertador, Santander Soublette y Sucre intercambian correspondencia sobre nuevos planes que contemplan una expedición a Cuba y Puerto Rico para desalojar del hemisferio a los españoles. No falta dentro de esta novedosa ambición política quien propone incluso arrebatar, además de las dos perlas del Caribe al desmoronado imperio español, la perla del Pacífico: Filipinas. Si bien Cuba y Puerto Rico pertenecen a América, ¿qué intenciones de conquista tiene la sola idea de enviar al otro extremo del orbe, al oriente lejano, a las tropas colombianas a una aventura inédita para una nación apenas reconocida por unas cuantas potencias, dudosa de su existencia en el concurso de las naciones? Estas ideas descabelladas avizoran ya en los libertadores un deseo de expansión no antes visto en la campaña emancipadora, que ahora enseña sus tintes más oscuros. En sus cartas se comparan con Ptolomeo y Alejandro, Pompeyo y César, con Ney y Napoleón Bonaparte.
De algún modo, la fiebre del poder ha alienado las mentes de los guerreros. En el fondo de sus pensamientos saben que no soportan la paz y que no imaginan un mundo sin batallar. Un mundo en el cual sólo ellos tienen cabida. En medio de estos delirios imperiales, le llega la noticia a José María Córdova de que la Corte Marcial está requiriéndolo para que viaje a Bogotá a enfrentar juicio por la muerte de José del Carmen Valdés y por otros dos sucesos: la amenaza de muerte al teniente Peña y, en supuesto, la injusta degradación del grado de un oficial de bajo rango de apellido Cárdenas, de parte del héroe de Ayacucho, por cobardía. Todos, hechos acaecidos durante la guerra del Patía y de los Pastos, donde el general tenía carta blanca del vicepresidente para obrar a su antojo en aquella campaña a muerte. La distancia de La Paz trae al hombre de guerra la oportunidad de acatar la ley o de evadirla. Córdova opta por la primera cuando solicita a Sucre y al Libertador le permitan viajar a Colombia para ponerse a disposición de esta corte y de las leyes de la nación que coadyuvó a construir en una veintena de victorias. Escribe a sus amigos en Santa Fe y en Antioquia, al igual que a las cortes y a algunas gacetas oficiales que han hecho pública la notificación de su llamado a la justicia. En su fuero interno se siente ofendido y defraudado. Sin su brazo aquíleo las famosas cortes que ahora lo quieren juzgar no tuvieran lugar dónde ejercer su función judicial, ni país siquiera dónde poder respirar la libertad obtenida con las armas. En su actitud, con respecto a la ley, se somete a su aquiescencia a la espera de poder dar su testimonio antes de ser juzgado.
Mantener el orden y la disciplina en tiempos de guerra es una tarea difícil, pero en tiempos de paz, durante la vida de guarnición, el soldado se vuelve perezoso para sus labores y deberes, falto de valores, altanero con sus comandantes. Sin posibilidad de concentrarlos en un mismo sitio, por las condiciones topográficas, por cuestiones de abastecimiento y por la distancia que tiene que cubrir la división con cuerpos desperdigados en la geografía, varios incidentes de insubordinación y desacato se dan justo cuando el general está pasando por un momento de afectación moral gracias al proceso que en su ausencia se lleva a cabo en la patria. Durante una competencia de caballos en la cual participan soldados auxiliares y civiles de la región, el teniente Piñeres hiere con su sable a un ciudadano que se ha burlado de él por haber perdido una carrera, delante de personas ilustres de la ciudadanía de Cochabamba y del propio general Córdova. Enfurecido, el león montañés reprende con firmeza al subalterno, y aunque en otro momento lo hubiese hecho pasar por las armas o lo hubiera hecho él mismo, se contiene, teniendo siempre presentes las condiciones que la actual vida de paz republicana les ofrece a los generales que, como él, son de carácter fuerte e irascible. Lo pone bajo arresto y lo encierra con grilletes en un calabozo para llevarle proceso. Otros jefes como el teniente Vallejo y el comandante Cuervo, del batallón Bogotá, se unen a Piñeres y redactan una representación de la oficialidad contra el general Córdova por el mal trato que ha dado a los distintos oficiales, muchos de ellos mayores en edad que su comandante, lo cual en no pocas ocasiones ha generado fricciones cuando el soldado desconoce el talante del jefe que tiene al frente y cree que puede burlarse de él impunemente. Ante la entrada en vigencia de la constitución boliviana, Domingo Matute, venezolano, deserta al mando de los Granaderos de Colombia, contra la autoridad de Bolívar. Concibe que la carta boliviana es la muerte de la libertad. Córdova busca sofocar con fuego la deserción.
La sombra de Carmen Valdés lo persigue y aunque en su conciencia sabe cuáles fueron las condiciones y los motivos por los cuales dio muerte a su subalterno, en su correspondencia arguye insubordinación del sargento, pero más que eso, trata de explicar el contexto en el que esta muerte se dio y las facultades discrecionales con las que estaba investido a la época como comandante de una provincia en peligro de ser tomada por las guerrillas del Patía y en plena campaña contra los pastusos, los enconados realistas. Sucre no deja partir al general antioqueño, lo necesita a su lado ahora que asume la presidencia de Bolivia y tanto él como el Libertador requieren de los servicios de Córdova a la cabeza del ejército como el general de mayor graduación después del mariscal de Ayacucho y del propio Bolívar que continúa con sus planes de consolidar desde la nueva nación una fuerza capaz de contener a cualquier enemigo externo y con el poder suficiente para tomar decisiones en el continente. Proyectos que los patriotas civiles miran de reojo, con recelo.
Creyéndose el redentor de un continente, Bolívar inicia su proyecto mesiánico redactando una constitución para el país naciente que lleva su nombre. No una ciudad. No una provincia. Un país. Mañana todo un continente llevará su nombre y estará por encima de todos los reyes y de los príncipes, de todos los emperadores que han existido. Megalómano y metódico, constituye un Estado espartano con un Presidente vitalicio, un Ejército fuerte a órdenes suyas, unas Cortes bajo el poder del ejecutivo, una Iglesia única, católica y romana, con interés en la Cosa pública, y un Senado hereditario que “contenga las oleadas populares”, con senadores, pretores y censores, y una Moral que se ocupará de la educación de los infantes y de la censura de todo cuanto se escriba dentro del territorio que no esté dentro de los preceptos de la nación que el taumaturgo venezolano quiere como modelo para la América Hispana. Impondrá más adelante al Perú esta misma constitución con algunas variables y pretenderá implantarla en Colombia, desconociendo sus propios juramentos de salvaguardar la constitución de Cúcuta de 1821, vientre originario de la unión grancolombiana. Nada de esto alcanza a observar el joven general antioqueño, deslumbrado por la magnificencia con la cual es tratado al lado del general Simón Bolívar, Libertador de Venezuela, Nueva Granada, Ecuador, Perú y ahora fundador de Bolivia. Envanecido en las mieles de la gloria, vana y pasajera, José María Córdova no alcanza a dimensionar la magnitud de la empresa en la cual se ha montado su amado Libertador. Las fiestas halagüeñas deben seguir, y nada en el mundo va a impedir que el adalid del mundo nuevo celebre como un general romano en los brillantes palacios de la ciudad inmortal luego de vencer a los partos, a los galos o a los alamanes. En esta Roma cordillerana, el cesarismo bolivariano se encuentra en el auge de su apogeo. Al lado del César. Córdova es Octavio, o Bruto, que puede heredar un día todo el poder que su padre político hoy acumula. Envuelta en un aura de mendacidad deslumbrante, la Orden de los Libertadores está a punto de trocar la República por el Imperio de los Andes.
III
25 de mayo - 19 de diciembre de 1826
En Santa Fe, rebautizada Bogotá desde la fundación de la segunda república, el general de división y vicepresidente de Colombia Francisco de Paula Santander, se encuentra en disputa con el general José Antonio Páez. Este dirige desde el 30 de abril una rebelión en Valencia en la cual desconoce al gobierno de la capital y pretende separar a Venezuela de la Unión. En Venezuela manda Páez. En Ecuador, Flores. En Bolivia, Sucre. Sólo en Nueva Granada, sede del gobierno central, hay un granadino y es él. Bolívar manda sobre todos juntos y se apresta a ceñirlos en cinto de acero con su proyecto de constitución. En estas condiciones, la casa prestamista inglesa Gold Smith entra en quiebra y no puede seguir dando los pagos del último empréstito realizado por la nación en el país imperial. En Inglaterra llueve pero en Perú no escampa. Acabado de salir de una guerra de catorce años, el país de los Incas no tiene con qué pagar la no despreciable suma que debe a Colombia por su ayuda y los servicios de las tropas auxiliares, dejando en saldo rojo las arcas de la república. Además, con la fundación de Bolivia en el Alto Perú, la diplomacia está en su punto más álgido por lo que consideran una acción de secesión del ancestral territorio peruano. A todos los desastres financieros se suman los de la naturaleza: la capital es azotada por un terremoto la noche del 17 de junio, teniendo réplicas menores durante casi un mes y tres grandes réplicas en ese mismo lapso. Preocupado por las dimensiones dictatoriales del poder de Bolívar, Santander ve con recelo cómo de unos cuantos plumazos en la construcción de la nueva nación americana, el caraqueño logra desestabilizar la estructura aún débil del Estado grancolombiano. Se da por enterado de los diálogos que el Libertador adelanta con potencias extranjeras, donde se propone además de presidencia vitalicia, sucesión del cargo de forma hereditaria, como en las monarquías, y la posibilidad de que el sucesor de tal presidencia autoritaria pueda ser un príncipe francés o inglés. Al punto, le escribe una carta donde de la manera más sincera comunica al presidente del país su postura ante la avalancha de sucesos que lo atosigan.
“¿Quién es el emperador o rey en este nuevo imperio? ¿Un príncipe extranjero? No lo quiero, porque yo he sido un patriota y servido dieciséis años continuos por el establecimiento de un régimen legal bajo las formas republicanas”. Entre líneas, el vicepresidente planta su posición clara y definitiva: “Quizá han pensado en ganarme con el principado de Cundinamarca; pero yo vivo más contento de ciudadano en un régimen en donde nada es vitalicio y las leyes tienen vigor por su propia fuerza”. Bolívar le responde, ensoberbecido: “Yo no encuentro otro modo de conciliar las voluntades y los intereses encontrados de nuestros ciudadanos que presentar a Colombia la constitución boliviana, porque ella reúne a los encantos de la federación, la fuerza del centralismo; y en fin, a mi modo de ver las cosas, yo que las peso en mi corazón no encuentro otro arbitrio de conciliación que la constitución boliviana”. Mientras Bolivia asciende coronada de cumbres frías como los planes del Libertador, Colombia se cae a pedazos.
Desde el mes de mayo cuando Sucre asume la presidencia del país, Córdova es el comandante en jefe de las tropas auxiliares colombianas. En virtud de este nombramiento ratificado desde Colombia por el ejecutivo, el general antioqueño solicita le sea aclarada su situación, al verse impedido para ejercer el cargo que en la práctica realiza desde hace algunos meses, porque a la vez que detenta un puesto dignatario, lo procesan por asesinato, y para él y para la justicia, ambas cosas no pueden ser posibles al tiempo. Insiste en su pasaporte para poder dirigirse a la capital a defenderse personalmente de las acusaciones. El 13 de agosto por oficio de Bolívar tiene vía libre para partir de Bolivia y viaja en el mes de septiembre a Chuquisaca desde Cochabamba a despedirse de su amigo el presidente Sucre. En vez de tomar la ruta para la Nueva Granada, el magnánimo venezolano le pide que lo acompañe más tiempo con el fin de consolidar la seguridad del país, de batir las últimas partidas de guerrillas realistas, escasas por cierto, y terminar de sofocar la deserción de los Granaderos de Colombia. Le recuerda las intenciones del emperador Pedro de Brasil, por lo cual vuelve a Cochabamba a cumplir los compromisos adquiridos, con la esperanza de poder salir hacia la patria a acudir hacia la cita con su deber de militar y de ciudadano. No rehúye la justicia; en cambio, ansía el momento de enfrentarla con la franqueza de su palabra y con su presencia arrolladora en los estrados.
Aun con la amenaza latente del imperio del Brasil al oriente y del Río de La Plata al sur de Bolivia, en la plaza de Chuquisaca el presidente Antonio José de Sucre presenta al pueblo boliviano su primera constitución, redactada a puño y letra por el propio Libertador. La obra redentora de Bolívar ha dado comienzo a una nueva era en América. Desde el 6 de noviembre el Congreso ha ratificado la Ley Fundamental y ante la concurrencia de las más ilustres personalidades del país, el mariscal de Ayacucho ofrece la carta constitucional como el documento más elaborado de su autor. Simón Bolívar manda con plenas facultades desde el oriente venezolano, pasando por Panamá, hasta las cordilleras australes de los Andes. Es presidente de Colombia, tirano del Perú y la lealtad de Sucre hace que su poder simbólico, político y militar en Bolivia sea decisivo. La constitución boliviana posee todas las cualidades de una monarquía constitucional disfrazada de república. El poder del ejecutivo es omnímodo, además de no ser responsable ante los organismos de justicia. El Libertador, buen salvaje rusoniano, está por encima del bien y del mal. Por encima de las leyes y de los hombres. Cuando escribió en 1822 Mi delirio sobre el Chimborazo, ya se figuraba a sí mismo como una divinidad capaz de entablar diálogo cara a cara con el Espíritu de Colombia y con el Tiempo. La obra magna de la independencia no le basta para sus delirios de inmortalidad. Si la obra es duradera trascenderá en el tiempo y con ella el nombre perdurable de su artífice. Colombia comienza a derrumbarse por mano de quien ayudó a levantarla de las ruinas.
Para controlar a la Segunda División, Córdova debe hacer los mayores esfuerzos, sobre todo para controlarse a sí mismo. La vida de guarnición en Cochabamba es similar a cuando estaba sitiando a Cartagena, con la diferencia de que en aquellas condiciones y encendida la llama de la guerra, los hostigamientos y pequeños combates daban movimiento a la quietud imperativa de un juego de posiciones inútil. Lo más alegre de ambos momentos: las muchachas, el placer y el baile. Las de Turbaco, negras, esbeltas y apasionadas. Las de la sierra, blancas castizas, sensuales en su bien vestir con toque de recato. Nada de esto lo satisface. Sólo la guerra puede darle paz. Su espíritu es una hoguera que quiere volver a arder en los campos de batalla. La paz, por la que ha luchado tantos años, ahora le es extraña. La república, el grito independiente de los pueblos al cual sumó su voz, se vuelve hostil y totalitaria. La justicia, por la cual se lanzó a los campos de Marte y ayudó a sentarse en su tribunal, hoy día lo procesa como reo ausente. Finalizada la emancipación, los doctores y los políticos saltan de sus escondrijos y también diseñan en la paz obtenida con sangre ajena, un mundo sin militares victoriosos. La era de los héroes ha terminado. El mundo moderno, del cual América no está exenta, necesita por estos días hombres de Estado, abogados, jueces, ministros y burócratas. Quiere volver a Colombia a ponerse en manos de la justicia, pero Bolívar y Sucre lo siguen reteniendo, acaso perciben que si lo dejan ir, son ellos los que terminarán perdiéndolo. Entretanto, escribe y se mantiene informado de su proceso, presto a volver.
IV
20 de diciembre de 1826 - 11 de septiembre de 1827
Todo el año de 1826 Simón Bolívar trabaja de forma incansable por fortalecer más su poder y en perfeccionar su nación ideal con su nombre, sus leyes y sus pocas libertades dadas por él mismo: “La libertad es un plato exquisito de difícil digestión para el pueblo”, le había dicho a O’Leary, su leal edecán, antes de enviarlo para Bogotá y Caracas desde Lima con la tarea pedagógica de enseñar a los colombianos las bondades de la constitución boliviana y su aceptación como Carta Magna para Colombia. Entro junio y julio se celebra en Panamá el Congreso Anfictiónico, promovido por Bolívar, que no tiene otra intención que sumirse a su voluntad y sesionar a favor del proyecto boliviano. Con hilos invisibles el prestidigitador mantuano tiene mucho que ver en la desestabilización de la república y en los movimientos separatistas de Venezuela. Páez, cada vez más displicente con Santander, quien está a la cabeza del gobierno, envía a Leocadio Guzmán a entrevistarse con el Libertador en la ciudad de los virreyes, evadiendo el conducto regular y pasando por encima del gobierno, de las leyes, del Congreso y de la constitución misma. Bolívar recibe a Guzmán y no pierde tiempo en volverlo un agente valioso en sus propósitos imperiales. Le encomienda la misión evangelizadora de promover la firma de unas actas, a vivas luces inconstitucionales, a todos los ciudadanos prestantes de las distintas provincias e, incluso, a falta de aquellos, a los padres de familia de cualquier cantón donde el ambiente cuartelario permite creer que todo lo que hace el padre de la patria es en beneficio de la misma. Estas actas tienen como objetivo derogar la constitución de Cúcuta de 1821 y acoger como propia la constitución boliviana de 1826. Avieso diplomático y maquinador de mezquindades, Guzmán viaja de un extremo a otro de la América Meridional: Lima, Guayaquil, Panamá, Quito, Popayán, Bogotá, Caracas, y en cada población enciende la llama de la discordia entre los liberales y los bolivianos.
El 4 de septiembre abandona el Libertador a Lima por la vía de Guayaquil a donde llega doce días después. De allí sigue por Quito rumbo a Bogotá y por cada pueblo que pasa es aclamado por unos y abucheado por otros. Los primeros lo ven como la única salvación de Colombia, a costa de la pérdida de las libertades. Para los segundos, “el general Longanizo” como le llama la plebe, es la mano opresora que aprieta el cuello de la república y le impide respirar. A Bogotá llega el 14 de noviembre y no es tan bien recibido como en los tiempos en los que llegaba bañado con los laureles de Boyacá. El país está al borde de una guerra civil y los ideales que se vislumbran de nación se vuelven cada vez más irreconciliables. Guayaquil, Quito, Popayán, Panamá, Cartagena, Santa Marta, Caracas, entre otras ciudades y poblados firman las actas, testimonio del abuso de poder del presidente de la república, que después de seis años de ausencia regresa transformado de Libertador a tirano. Encuentra férrea resistencia en los liberales, como se llaman los más cercanos a Santander, quien queda relegado a la sombra del gobierno. Con todo, los partidarios de la constitución del 21 esperan que el presidente al ocupar el cargo se ocupe de la rebelión de Páez cuanto antes y que dé a aquel el castigo que merece al no acatar al gobierno y al desconocer las instituciones fundamentales de la patria. En suma, para la propaganda comprada con el dinero del Estado para elogiar la grande, la urgente misión salvadora bolivariana del desastre nacional: “Bolívar es la Patria”. Así rezan los más denodados editoriales de periódicos como El Centinela de Cartagena. El presidente sale investido con todas las facultades por el Congreso hacia Venezuela a dar la lección a Páez que muchos están esperando para escarmiento de los que no obedecen al gobierno, fueren del rango que fueren. Cuando llega a Venezuela, y contra la opinión pública, abraza al general rebelde, le obsequia su espada y lo nombra Padre de la Patria.
A miles de leguas de distancia, desde Cochabamba, el 20 de diciembre de 1826 el general José María Córdova escribe al Libertador solicitando de manera imperiosa le sea permitido por fin viajar a ponerse a disposición de las autoridades y de las leyes del país. A raíz de la insistencia y del enojo por parte del oficial antioqueño, tiene la vía expedita. Al enterarse por una carta que Bolívar ha escrito a Sucre el 12 de octubre, lo que el presidente piensa de él, en unas breves líneas donde el Libertador le dice al mariscal de Ayacucho: “tendré que perdonar a Córdova, porque su causa está mala”, con relación al caso que la justicia le lleva en Colombia, el orgulloso general escribe a Santander: “Que perdone a otros, yo no quiero perdón, porque yo no sé perdonar a nadie”. Le escribe, dolido con su general. Éste, a su vez, lo mantiene informado de los pormenores de la crisis por la cual atraviesa la nación y de la necesidad de mantener la unión. La rebelión de Páez y el caos institucional generado por las actas de Guzmán y las audacias diplomáticas de O’Leary. No obstante, para él todas estas disputas tienen el tinte político que tanto lo asquea, y prefiere, sin conocer de viva presencia los acontecimientos, esperar a llegar a la capital para dar cuenta de sus actos ante la Corte Marcial que lo juzga, primero, y segundo, abrazar el partido boliviano el cual considera al momento es la mejor opción. A mediados de febrero deja todo en orden con el cambio de mando de la Segunda División a Figueredo, la que contuvo en la guerra como en la paz y que ahora abandona para verse en La Paz con el presidente de Bolivia, su amigo y comandante, Antonio José de Sucre.
—Mi general, mañana me marcho hacia Lima y de allí a Guayaquil con el propósito de volver a mi patria. Creo que he cumplido mi deber con lo servicios que he prestado a este país y al Perú, y marcho tranquilo a acogerme a la ley. Sólo usted sabe cuán agradecido estoy de haber compartido a su lado la gloria de estos años. —Anuncia el montañés al mariscal de Ayacucho, sentado en su despacho presidencial.
—No imagina usted, mi amigo, cuánto lo voy a extrañar. Para mí el caso que la justicia le sigue es de poca valía. Pero bueno, razones tendrá para volver a Colombia. Por mi parte, debo estar al mando de estos pueblos, hasta que el Libertador lo dictamine. Que el Arquitecto del Universo te proteja en tu viaje, mi hermano. —Contesta Sucre, siempre afable con José María, quien lo abraza presintiendo una larga separación.
Breve y concisa entrevista en la cual, de nuevo, recuerdan las glorias pasadas y lo mucho que han vivido juntos en tan pocos años. Ambos generales se despiden con el mismo afecto que han compartido. El 11 de marzo sale a sus escasos veintisiete años el vencedor de Pichincha y de Ayacucho con sus charreteras de general de división de Colombia, Perú y Bolivia, con dirección a Lima, pasando por pueblos que ayudó a liberar con su espada: Chucuíto, Puno, Arequipa, lo observan con una pequeña escolta, dentro de la que van su edecán Giraldo, Saúl Córdoba y una tropilla de fieles soldados, rumbo a cumplir su deber con las instituciones que juró defender y por las cuales ha entregado su vida. Arriba a Lima a finales del mes de marzo buscando obedecer la última orden de su amigo Sucre, la cual consiste en dar por terminada la sublevación de la Tercera División en El Callao, comandada por el general Jacinto Lara, quien junto a una docena de oficiales de alta graduación venezolanos, fue arrestado por sus propios hombres al mando del comandante Bustamante y deportado a Panamá. Las peleas encarnecidas entre granadinos y venezolanos recuerdan los años de 1818 y 1819, antes de Boyacá, y el año 13, en ciclo repetitivo. Córdova, por ser granadino, consideraba Sucre que podía contener la revuelta y ganar para Bolivia esta división. Muy distinto pensaban los líderes de sublevación, porque lo que ellos reclamaban era ser mandados por un comandante fiel al gobierno, que no fuera venezolano. En el fondo, lo que se debate es el carácter político del ejército en esta coyuntura, donde tanto peruanos como colombianos en ausencia de Bolívar y de su influjo aplastante, civiles y militares, se niegan a aceptar la constitución boliviana. Los colombianos piden acogerse a la constitución de Cúcuta y al gobierno unido con sede en Bogotá. Los peruanos quieren usar para su beneficio la sublevación para tener una fuerza con qué anexar las provincias de Quito, Guayaquil y Cuenca al Perú, precipitando con esta acción la posibilidad de una guerra entre las recién liberadas naciones. Córdova llega cuando la Tercera División se ha movido a cumplir los deseos de los peruanos. Después de descansar unos días en Lima se embarca en El Callao con destino a Guayaquil.
En este puerto el general La Mar impide desembarcar a cuanto oficial bolivariano navega por las aguas del Pacífico, así como en El Callao Andrés de Santa Cruz, artífice de la sublevación y del casi estado de guerra entre Perú y Colombia, apresa a generales de la talla de Urdaneta y Guerra y los encierra hasta nueva orden. A José María Córdova ambos comandantes le permiten entrar a sus fortines, e incluso polemizar con militares y políticos peruanos en lo que para él es un agravio a la persona del Libertador y a Colombia. Desde Esmeraldas marcha con ciento treinta hombres más su comitiva por la cordillera que lo ha batido con mayor fuerza que el dios de la guerra. Con estos pocos hombres llega a Quito con la intención de hacer deponer las armas a los oficiales a cargo y disponer de la Tercera División para la república de Bolivia. Al llegar, los propios soldados colombianos han caído en cuenta del engaño que sus jefes sublevados les habían hecho, creyendo defender al gobierno de Colombia, pero obrando en favor del Perú, y habían jurado acogerse a la república, a donde fue enviada con todo y sus comandantes bochincheros. “Bochinche, estos pueblo son puro bochinche”, había sentenciado Miranda cuando fue apresado por sus propios subalternos y entregado a los españoles.
Emprende por la tenebrosa ruta de Pasto el regreso a su país natal, encontrando en total paz estos pueblos luchadores, mientras por todas partes la unión se despedaza y la nación arde en odios partidistas. A medida que avanza hacia Popayán reconociendo los lugares de victorias y derrotas pasadas, comienza a ver por sí mismo el estado de cosas del cual Santander le ha contado. En Popayán descansa unos días reencontrándose con viejos amigos y rememorando su comandancia en esta provincia, azotada por las guerrillas, y a mediados de julio de 1827 pacificada de realistas, pero al igual que el resto del territorio, sumida en las pasiones e intrigas políticas que se han convertido en el principal tema de los granadinos. Aquí, en la Ciudad Blanca, se presenta a las autoridades, donde en primera instancia ha sido requerido, por ser el lugar donde sucedieron los hechos por los cuales se le acusa. Viendo el encargado de justicia de la ciudad que su competencia poco o nada puede hacer, envía el caso a Bogotá, a donde marcha para dar cuenta de su proceder a los jueces, no de su inocencia, sino de sus argumentos para haber tomado decisiones difíciles en tiempos caóticos. En el camino su salud vuelve a menguar. Arriba a la capital de la república después de atravesar medio continente para ponerse a merced de la justicia, lo que otros, como Páez, no hacen, haciendo una vez más la diferencia. Es el día 11 de septiembre de 1827. Hace tres días cumplió veintiocho años. Trece años en el ejército donde resonadas victorias lo han convertido en un personaje digno de amores y de odios.
El regreso a las montañas granadinas no es como él lo esperaba. Si bien el Libertador, ya en funciones presidenciales lo recibe con honores, siente que esta bienvenida tiene más de lisonja que de espontaneidad popular. Ve en algunos pocos la admiración real hacia su persona y dignidad, pero empieza a comprender que en medio de todas las cosas que hoy hay en juego, entre ellas la libertad misma de América, él ha jugado un papel pasivo. Aún no está convencido, pero su corazón se debate entre dos aguas turbulentas que amenazan con hundir la nave de la república que con toda la sangre de los muertos, americanos y españoles, se cimentó. Sabe que a las bestias se dominan con sutileza, acariciándolas.
V
12 de septiembre de 1827 - 24 de julio de 1828
En la capital de la república, a pesar de que Bolívar manda como jefe de Estado, o justo por esta misma razón, las intrigas son el pan diario entre los partidarios del proyecto boliviano y los defensores de la constitución del 21. Ambos bandos llegan a extremos irreconciliables. Santander, en calidad de vicepresidente, pero sin las facultades de las cuales disponía antes de la llegada del Libertador, lidera a la oposición a éste y a sus intentonas totalitarias. El vicepresidente trata de atraer a su partido al general Córdova. Por la vieja amistad, por el respeto que se tienen y por su origen granadino, concibe que puede convencerlo del mal partido que ha tomado, pero fracasa. El montañés es irreductible a la fecha con respecto a su fidelidad a la persona de Bolívar a quien admira ciegamente y por quien daría la vida si fuese necesario. Los años en el Sur al lado de aquel, los afectos que el presidente le ha manifestado, la lealtad y el respeto a la disciplina militar, lo convierten en público en un vivo defensor de las políticas bolivarianas, mas, a su interior, al ver el estado de cosas y cómo los conmilitones del gran general, en su mayoría extranjeros, mandan sobre Colombia con mano de hierro: Crofston, Miller, O’Leary, Montebrune, de Lacroix, Fergusson, Castelli, Wilson, Farriar, Bott, Jalbord, Ruble, Jervis, Collins, son algunos de los mercenarios ávidos de aventuras imperialistas en los Andes. Algunos ingleses e irlandeses de la Legión Británica. Otros alemanes, italianos, franceses. La vida cuartelaria se respira en el frío de la capital sabanera. La mayoría de soldados y suboficiales, así como mandos medios, es venezolana. Los granadinos son minoría en el ejército, lo que hace parte de las protestas de los liberales.
El 18 de octubre por fin se encuentra ante el tribunal que lo está juzgando y expone paso a paso sobre los tres procesos que se llevan en su contra: el del teniente Peña, el del teniente Cárdenas y el del asesinato del sargento José del Carmen Valdés. A medida que es inquirido por el alto tribunal, no rehúye la responsabilidad de los delitos que se le imputan y a cada situación la argumenta contextualizando el momento, el lugar y las condiciones. Para ninguno de los jueces es secreto las difíciles condiciones por las cuales se encontraba Popayán y el Cauca, vecino del valle del Patía y de los pastusos, y con una tropa desmoralizada a cargo del coronel González que era tiroteada a diario, diezmando el cuartel como en tortura china, gota a gota. Expone sus argumentos de manera clara, los mismos que son reforzados por la fuerza de los acontecimientos que sucedieron a los hechos imputados, y que dieron como resultado la pacificación de la región y la seguridad de mantener para Colombia la rica provincia y la ciudad colonial. De Peña, da pruebas testimoniales de haber desobedecido a su comandante en aquellos momentos de crisis, y por ello ordenó arrestarlo y degradarlo. A Cárdenas lo expone como un cobarde y dice: “Si hubiese querido, lo habría hecho pasar por las armas, o yo mismo lo hubiera hecho y nadie pudiera impedírmelo”. Con respecto al caso más delicado, el de la muerte del sargento Valdés, el general expone en su defensa la versión de la sublevación de aquel, aun cuando ante el tribunal algunos testigos habían referido la historia de Ignacia Tobar y el apasionado desenlace de aquel triángulo amoroso. Córdova no da cuenta de esta versión. Se empeña en que el sargento era un bravucón que un día asesinaba a un comerciante en Neiva, al otro violaba a una mujer, al tercero golpeaba a los civiles. Como en los casos anteriores, refuerza la idea de las facultades discrecionales de que disponía.
—¿Me van a juzgar por un sargento insurrecto contra mi autoridad, muerto en tiempos de la guerra a muerte en el Patía? ¡Júzguenme por esos más de tres mil que he pasado por las armas! —Dice ante la estupefacción de la Corte Marcial, que después de escuchar al general en todos los pormenores decide absolverlo de los cargos.
El 5 de noviembre, mientras se desplaza por las calles de la centralidad, observa cómo un teniente coronel llanero, apellidado Bolívar, golpea y humilla al doctor Vicente Azuero, acérrimo detractor del gobierno regentado por Bolívar, a quien el militar quiebra los dedos de la mano con la que escribe sus diatribas contra la autoridad bolivariana. Con pasos presurosos, a pesar de su cojera, José María llega hasta donde se encuentran los dos hombres y se interpone entre el ciudadano agredido y el envalentonado soldado que al reconocer por el sombrero al general Córdova, se deja denostar por éste y se retira de la escena sin poder continuar con su tortura. El general antioqueño, fiel al Libertador, ve en esta clara escena en las propias calles de Bogotá la viva situación por la que pasa el país, donde los civiles son atropellados día tras día por la fuerza militar de la cual él hace parte. Acompaña al doctor Azuero a su casa y da parte a Bolívar del suceso, hallando nula respuesta a sus demandas de justicia. La confrontación política adquiere tintes de contienda militar en el momento en que la polémica en los periódicos, oficialistas y opositores, enciende las pasiones del cuerpo social que se debate entre las dos posturas que los criollos tienen como modelo de nación. En estas condiciones, el legislativo abre la posibilidad de dirimir las diferencias en un cuerpo constituyente que debe reunirse en abril de 1828 para decidir la suerte constitucional de la república: la Convención de Ocaña. Ambos bandos tienen sus esperanzas en ser mayoría en los debates venideros.
Turbulento, como el año anterior, culmina 1827. La navidad la pasa el general en su tierra, Rionegro, de visita a fu familia y a sus amigos. Regresa tres años y medio después de haber marchado hacia el sur, en busca de nuevas victorias y proezas, hechas realidad en los campos de combate más importantes de la guerra de independencia. Por primera vez al regresar a su hogar no está su padre, dejando una estela de ausencia en la casa querida, la de dulces recuerdos de la infancia. Durante su estadía, un poco más demorada que la anterior, de sólo quince días, aprovecha en cuanta fiesta es invitado para atacar de manera verbal a los enemigos del gobierno. Inmaduro políticamente, no reconoce ni con los ejemplos que ve a diario en las calles, el imperio de bayonetas que se cierne sobre el país. Admite una presidencia fuerte en manos del Salvador de la Patria como única medida de hacer dique al desastre político e institucional. A su vez, los liberales se encarnizan con la figura heroica del prócer antioqueño y hasta el propio Santander habla de Córdova con sus amigos con palabras desobligantes, fruto del despecho de no haberlo podido atraer a su arbitrio. Bolivariano contumaz, se defiende con rugidos vanos ante la mole de evidencias de que se encuentra en el bando equivocado, el de la tiranía criolla. Algunos amigos tratan de persuadirlo de cambiar de bando, pero tampoco lo consiguen.
Prolonga su estadía en la patria chica a la espera de recibir la comandancia de Cartagena, una de las cuatro en las que el secretario personal del presidente, José Manuel del Castillo y Rada, había dividido la república. Enero y febrero estuvo esperando el oficio, dispuesto a ponerse al mando de aquella plaza, tomada por el general Padilla, afecto a los liberales y enemigo personal del general Mariano Montilla, antiguo comandante de Córdova y de Padilla en la campaña doble de Cartagena y Santa Marta. Bolívar quiere que el general montañés comande la plaza, porque, como él mismo le escribe a su secretario: “La comandancia de Cartagena necesita de un hombre muy hombre que se haga respetar, y ese hombre es Córdova”. Pasando por encima de la voluntad del Libertador, del Castillo y Rada por recomendación de O’Leary de que Montilla le era fiel a la constitución boliviana, y con sus dudas de poner a José María en ese cargo, entrega Cartagena a Montilla, conocedor de la misma y de carácter fuerte.
De regreso a Bogotá, a principios de marzo se entrevista con el presidente, que sale con dirección al norte de la república con la excusa de imponer orden en Venezuela, pero con el propósito evidente de interferir con un ejército considerable, apenas concebible en tiempos de guerra, las deliberaciones de la gran Convención de Ocaña que está convocada para abril próximo. Asienta su cuartel general en Bucaramanga, muy cerca de la población que es una de las bocas de entrada al cañón del Catatumbo. Amenaza como César con la fuerza del ejército a los senadores, mientras comparte correspondencia con todos sus adláteres que siguen sus planes al pie de la letra: Páez, Urdaneta, O’Leary, Mosquera, Flores, Heres, Sucre. Motivos no hay para descreer de la lealtad de José María a Bolívar y al proyecto boliviano, y aun así es relegado a un segundo plano como subjefe del Estado Mayor del Ejército, rango ocupado por generales de brigada, duchos en labores de oficina, y por coroneles efectivos acostumbrados a la burocracia de los palacios gubernamentales. Con todo, el joven general granadino con su actividad siempre al límite, hace de este cargo un ente ágil, capaz de ocuparse de todo lo concerniente al buen manejo del ejército, incluyendo la instrucción y la creación de nuevos tratados de ingeniería militar y de tácticas de combate. Bolívar presiona a la convención constituyente, en tanto que sus representantes, al principio mayoría, ante las sólidas exposiciones del por qué abrazar la causa liberal de los representantes antibolivianos, se quedan solos, al punto de abandonar el recinto y con tal acto cerrar la posibilidad de lograr consenso con la nueva constitución.
Bolívar está feliz del resultado fallido de la convención y sin acercarse siquiera a Venezuela, su supuesto objetivo, sale hacia la capital el 10 de junio, por la vía de El Socorro, población en la cual descansa, a la espera de que los acontecimientos desencadenen en lo que desde el principio de sus planes está esperando: la autoridad suprema. El 16 sale para la capital a la cual ingresa pocos días después investido del poder de Dictador de Colombia, gracias a una serie de actas, tan ilegales pero tan efectivas como las de Guzmán, que el Intendente de Cundinamarca, Pedro Alcántara Herrán, ha hecho firmar como única medida de conservar el orden institucional por encima de los derechos. Unas facultades omnímodas que ningún monarca o virrey habían tenido en suelo hispanoamericano. Al día de hoy, Colombia es un cuartel con una única comandancia. En tales condiciones, los liberales santanderistas son perseguidos por la dictadura cuartelaria que no da respiro a un atisbo de disenso. Se destruyen las imprentas de los periódicos opositores, se golpea a los escritores, se les encarcela. El cargo de vicepresidente es eliminado de tajo y Santander es visto como el principal enemigo del dictador. Se firman actas y representaciones del ejército, con una sumisión sólo comparable a las de las más rancias monarquías del planeta, en las cuales los generales todos, con excepción de Córdova, firman sin importar el articulado y las consecuencias que éstas acarrearán. Por actos como éste y el de manifestar su disgusto ante el propio Bolívar por el simulacro de fusilamiento de un muñeco que simbolizaba al general Santander en una de esas fiestas palaciegas en las que, pasada de copas, la bulliciosa amante del dictador, Manuela Sáenz, junto con unos cuantos oficiales y el presbítero Guerra, se burlaron del exvicepresidente.
Bolívar reprende a Córdova por hacer correcciones a la representación militar que le había dirigido Montilla desde Cartagena y que fue firmada por todos los oficiales sin protestar por los artículos. Ante el simbólico fusilamiento de Santander, dedica unas líneas a su joven lugarteniente en las cuales disculpa a la “amante loca” del desagravio a la persona y honra del Organizador de la Victoria, sin impedir que de manera recurrente la escandalosa quiteña siga haciendo de las suyas con la política colombiana. Todas estas cosas no dejan de crear emociones diversas en el espíritu de José María Córdova, atormentado por la tromba de circunstancias adversas para la república de Colombia, por la que ha luchado catorce años consecutivos, y por su amor verdadero hacia el Libertador.
VI
25 de julio - 10 de noviembre de 1828
El cumpleaños del presidente dictador, celebrado en la quinta que habita el primer magistrado de la nación, fue el escenario donde Manuela Sáenz hizo la farsa de fusilar un muñeco de Santander que tanto molestó al prócer antioqueño. Con esta dama, cuyo nombre se pasea entre la soldadesca en un dicho despectivo que la nombra como “la novia del ejército”, viajó en el mismo buque desde El Callao hasta Esmeraldas el año anterior en su regreso a Colombia. La encantadora Manuelita, en diminutivo como le dicen los admiradores de sus atributos físicos y mentales, siendo una mujer bastante inteligente y resueltamente decidida desde los años del dominio español por la causa patriota, intentó seducir al gallardo oficial en varias ocasiones durante el trayecto, haciendo incomodar a éste, al punto de tener que reprobar su conducta en presencia de algunos de los de su comitiva, como el capitán Giraldo, su edecán, y Saúl, su fiel compañero. Para Córdova, apasionado por las mujeres y por el sexo, debió ser un reto a su virilidad y a su hombría, que la amante del hombre que más admiraba y respetaba, buscara tener intimidad con él. Sin embargo, sintió que su deber con el padre de la patria estaba por encima de la efímera pasión que puede ofrecer el placer clandestino y febril. Desde aquel instante la ardiente Manuelita se enemistó con el vencedor de Pichincha y Ayacucho, y le guardó inquina. En la quinta de Bolívar es otra vez provocado pero de forma distinta por la “amante loca”.
El 25 de julio es el aniversario nueve de la batalla de Vargas, lugar donde alcanzó la madurez militar para comandar ejércitos que más tarde haría victoriosos en Quito, Pasto y en el Perú. “¡Cerros de Vargas!” es una de sus expresiones personales cada vez que una situación se torna difícil pero que puede ser superada. Por estos días turbulentos de 1828 con la dictadura en pleno, de la cual hace parte como subjefe del Estado Mayor, y con los liberales conspirando contra el dictador presidente en tertulias, en sociedades filológicas, en cuarteles y en bailes de disfraces, el país al borde de una guerra civil que desprecia en lo más profundo, y con el Perú hostigando Bolivia con tropas del general Gamarra, bastantes Cerros de Vargas tiene que enfrentar su corazón fogoso e impetuoso, su espíritu enfrentado a tomar una decisión final que cambie el rumbo de los acontecimientos. Como en las cargas de las que ha sido protagonista con las cuales ha definido grandes batallas, quiere hacer un solo movimiento, contundente, y desequilibrar al enemigo. Sin embargo, la política opera de manera similar pero con la particularidad de que en el campo de batalla el enemigo es visible y calculable, mientras que en campo de las ideas políticas el enemigo es invisible y jamás puede calcularse por completo en su veleidosa dimensión. Córdova está atrapado entre dos mundos antagónicos, dos modelos de nación que se disputan el poder como los perros a un pedazo de carne. Lo que impera es la discordia.
Un oasis en el desierto estéril de las pasiones políticas vive en esta primera mitad del año José María al lado de Fanny Henderson, bellísima rubia inglesa de ojos azules, hija del cónsul general de Inglaterra James Henderson, radicado en Bogotá desde 1824, donde fue reconocido en su cargo por la primera autoridad civil del país en aquel momento, el vicepresidente Santander. La casa de campo del cónsul está en las afueras de la ciudad, en las veras del río Tunjuelo, al lado de unas vegas pobladas de sembrados coloridos y deleitables campiñas para el esparcimiento. Suele visitar a su prometida, con quien va a casarse pasadas las convulsiones del momento, obteniendo ya la bendición de su padre. Al lado de sus hermanas, la hermosa Fanny pasea con el apuesto general y se divierte escuchando las hazañas realizadas por su prometido desde que era sólo un niño. Sin duda, ella ha escuchado hablar del bravo León de Ayacucho a otras personas y de la fama bien ganada en cientos de combates a través de la geografía de media América del Sur, pero oírlo de sus propios labios no deja de sorprenderla. A su vez la chica le habla de su país, de sus costumbres, de la historia de Inglaterra, del clima cambiante de las estaciones y le lee las sagas de los caballeros medievales y de los escandinavos que animan el corazón del guerrero tropical que la escucha atento mientras observa sus labios color rosa encendido, tal y como deben ser otras partes más íntimas de su cuerpo que deslumbran su imaginación. Estos placeres tan humanos y tan necesarios, hacen pensar al guerrero en ir a Europa como desde Bolivia lo tenía previsto, antes de ser llamado por la justicia.
Por estos días aprovecha también para avanzar en sus estudios, truncados tantas veces por la guerra, su única escuela; estudia con el joven e inteligente comandante venezolano Pedro Carujo, quien viene enseñando al general Córdova geometría, el inglés, el francés, historia antigua y moderna. Se apasiona con Plutarco, investiga por su cuenta las matemáticas aplicadas al campo de batalla, la ingeniería militar, en la que se inició como cadete al inicio de su carrera y los cálculos para el mejor desempeño de la artillería. Europa está al otro lado del Atlántico y sus pies se encuentran parados en Bogotá, capital de la república de Colombia, durante el primer mes de la dictadura bolivariana. Varios atentados contra el Libertador son develados por el propio Santander, a quien los bolivianos señalan como la cabeza de todas las conspiraciones. La libertad de palabra no existe. La representación política, menos. La censura es total y el poder de Bolívar es tan inmenso que domina con su espada, que es el ejército mismo, la vasta extensión de Colombia, al Perú y a Bolivia. Como se ha dicho, está acostumbrado a la lisonja y a los tratos cortesanos, y los oficiales europeos que lo rodean sí que saben de pompas, de protocolos y de cortesía. La adulación es el reino en el cual el dictador presidente pasea su delirio de grandeza por las oficinas gubernamentales, recibiendo a cuanto extranjero se presenta con credenciales y los va sumando a su corte multilateral de mercenarios.
Prohibidas por el presidente las logias y las sociedades secretas, en especial las masónicas, la logia Fraternidad Bogotana Número 1 y la Sociedad Filológica fundan clubes literarios, tertulias y grupos de estudio desde donde con la excusa de la afición por la ciencia, la filosofía y las letras, se conspira contra la dictadura en todos los flancos. En este estado de cosas, a la media noche del 25 de septiembre de 1828, bajo la luz de la luna en plenilunio marcha por las calles sin poder ocultarse un grupo de conspiradores a ejecutar el plan que con método han proyectado: Carujo como ayudante del Estado Mayor redacta unas órdenes falsas para el batallón Vargas y los Granaderos Montados que custodian los alrededores del palacio de San Carlos, sede presidencial. Estas órdenes las debe firmar el coronel Ramón Nonato Guerra, jefe del Estado Mayor. Este oficial decide a última hora no participar del golpe y se retira a casa de un amigo a jugar a las cartas para tener una coartada por si falla el golpe. En estas condiciones el plan debe modificarse, porque sin la firma de Guerra ni los Granaderos Montados ni el Vargas podrán ser manipulados para la acción golpista. Queda como opción la segunda: liberar al almirante Padilla que se encuentra preso por sus posturas a favor de la constitución de 1821 y por la disputa personal que mantiene con Mariano Montilla, y con unos pelotones de artillería atacar el palacio y asesinar al tirano. Salen de la casa de Luis Vargas Tejada, poeta y dramaturgo, además de fervoroso político liberal, Ospina Rodríguez, Azuero, Zulaibar, Acevedo, López, Horment, González y Carujo. Unos disparos de fusilería y algunos cañonazos interrumpen la calma chicha de la capital. El grupo de conjurados ataca el palacio presidencial con la intención de asesinar a Bolívar en su lecho. Entre tanto, el comandante Rudecindo Silva cañonea el cuartel del batallón Vargas que está enterado del movimiento y espera a los hombres de la brigada de artillería en pie de lucha. Horment y Azuero asesinan a un centinela y al cabo de guardia y todos entran veloces a palacio.
—¡Muera el tirano! ¡Viva la Libertad!
Corren hacia la segunda planta de la casa donde saben que Bolívar descansa con la seguridad de haber tomado la sede de gobierno tan fácilmente y poder cumplir su cometido. Al mismo tiempo, otro grupo de conjurados intenta liberar de su prisión al general Padilla. Éste trata de escapar, luego lo piensa con detenimiento y vuelve a su habitación donde yace muerto el coronel llanero José Bolívar, asesinado por los conspiradores. Padilla comprende la magnitud de la situación y prefiere no intervenir en ella. El segundo edecán del Libertador, Ibarra, salta sable en mano de su habitación y es atacado por Horment que va a asestarle un golpe mortal con su sable pero Florentino González lo impide al ver que aquel pierde la conciencia con el primer golpe recibido. Envalentonados corren por el pasillo en busca de la habitación presidencial. Cuando golpean a la puerta, Manuelita, sable en mano y en pijama transparente que permite observar claramente sus encantos, impide que éstos crucen la puerta y logren su cometido.
—¿Qué buscan ustedes en esta casa? —Cuestiona con valentía a los jóvenes que la miran de cuerpo entero sin saber qué responder.
—¿Dónde está Bolívar? —Pregunta a su vez Celestino Azuero.
—El Libertador no está. Pueden ustedes mismos verificarlo. —Permite que ingresen a la habitación donde, en efecto, no hallan al presidente y salen de palacio.
El batallón Vargas logra capturar el cañón de los artilleros y éstos en huida reconocen que el atentado ha fallado y cada quien busca su guarida. José María Córdova duerme en una casa vecina al Colegio del Rosario cuando tocan a su puerta de manera insistente. Se levanta de la cama, pistola en mano, pues los golpes son apurados y fuertes, lo que lo hace pensar que por cualquier motivo quieren apresarlo. Cuando oye la voz de su edecán Giraldo del otro lado de la puerta, abre y éste le informa que están atacando el cuartel del Vargas y el palacio de San Carlos. Se vista de inmediato y sale con una de las dos pistolas que tiene a su lado y con un sable en busca de proteger, enamorado como está, a su amada. Llega a casa del cónsul y envía a Saúl con la familia inglesa a ocultarla a casa de don Domingo Caicedo, a donde sabe que está bien protegida. Se dirige hacia San Victorino y se encuentra con cuatro soldados y con ellos busca llegar a la calle del palacio de San Carlos. En el camino se encuentra al coronel Mariano París que le informa de un piquete de artilleros que viene por la Alameda hacia la plaza de La Capuchina y hacia allí se encamina con los soldados. Cuando hace contacto con los artilleros los ataca y éstos se esconden en unos huertos cercanos a la plaza. Como la luz de la luna es tan clara, reconoce al líder, el comandante Carujo, quien viene de matar al coronel Fergusson, y lo saluda con amabilidad sin saber lo ocurrido. Le ordena llame a los hombres, diecisiete en total. Se para con sus cuatro hombres con intención de cargar contra aquellos, pero los soldados salen del huerto y se ponen a disposición del general cuando lo reconocen. Carujo escapa aprovechando el momento de tensión y Córdova cree que es por cobardía. Reunidos los veintiún hombres se dirige hacia la plaza principal no sin antes ordenar al coronel Mariano París que vaya a Funza y logre juntar el mayor número de hombres y que regrese pronto.
—¡Alto! ¿Quién vive? —Pregunta un sargento de un pelotón del Vargas.
—Soy el general Córdova, estoy con el Libertador y ustedes deben entregar las armas o tendré que ir a quitárselas. —Responde sin saber que el asesino Carujo le ha mentido al decirle que el batallón Vargas se ha sublevado a la autoridad del presidente.
—Estamos con el Libertador, general Córdova. —Contesta el piquete del Vargas.
Reconoce que ha sido engañado de manera vil, y a la cabeza de madia centena de hombres marcha a pasitrote, como en Junín, en dirección a la plaza principal de la ciudad. Cuando llega están formados en perfecta disciplina los batallones que protegen al presidente, Vargas y Granaderos Montados. Bolívar, después de pasar la humillación de tener que salir en traje de dormir por una ventana y tras ocultarse debajo del puente de El Carmen, mojado por las aguas de la quebrada San Agustín, ha vuelto a palacio para tomar un baño de agua caliente, cambiarse de ropa y decidir qué hacer con los complotados. Su moral está todavía debajo del puente, aterida. No pensó jamás que un momento como éste llegara en la república que levantó con su esfuerzo. De algún modo, aun cuando el objetivo de matarle fue un fracaso, los conjurados logran minar el espíritu del general. Amanece sobre la sabana de Bogotá un sol tímido entre nubes grises que ilumina con sus rayos de fino oro las calles de la capital. Es la hora más oscura de la vida del Libertador. Manuela, a su lado, le dice que hay que colgar a los culpables: a Santander, primero, a Padilla y a Guerra, y a los temerarios jóvenes que asaltaron el palacio, y a Córdova. Al escuchar el nombre de su preciado lugarteniente, Bolívar se enfurece con la mujer. Ésta sostiene que tiene pruebas de la participación de aquel, en boca de una criada. Al día siguiente la “amante loca” lleva a su testigo ante su amado, y mientras la criada cuenta al presidente los pormenores de la conspiración, éste vuelve a entrar en cólera cuando le nombran a Córdova y despacha a la criada y a su amante del recinto, furioso e incrédulo.
Urdaneta, sanguinario y fanático boliviano, exhorta al presidente dictador, vestido con los colores de su ocaso, de no perdonar a los culpables. Escribe a Soublette y a sus conmilitones: “No dude usted que todos los antioqueños están comprometidos: el que menos lo sabía”. Creencia que tiene sus fundamentos en las buenas relaciones de los antioqueños con el general Córdova, y éste con los liberales amigos de Santander. Bolívar se convence de que hay que dar de nuevo un ejemplo, y encarga a Urdaneta de levantar una corte que juzgue a los implicados. A pesar de las suposiciones de este general y los montajes más que ridículos de su mujer, Córdova es nombrado por Bolívar Secretario de Guerra y miembro de la corte que condena a muerte a José Prudencio Padilla y a Ramón Nonato Guerra, ahorcados en plaza pública el 2 de octubre. Desde los tiempos de Morillo la capital no vivía el terror de los patíbulos. Ahorcados, fusilados, encerrados en mazmorras, en calabozos, exiliados, pasan las distintas personalidades opositoras a la dictadura. A Santander se le condena a ser fusilado y degradado, pero es salvado del patíbulo por el general Córdova quien firma la conmutación de la pena y la cambia por el destierro. Los bolivianos acérrimos se enfadan con él y por el suceso en el cual se topó con Carujo y con su tropilla insurrecta la madrugada del 26 de septiembre, el rumor de estar implicado en la conspiración crece en los chismorreaderos de palacio, en los lechos y en los cuarteles. Crece más aún, cuando es el propio Córdova en el Consejo de Ministros quien propone un indulto general con el fin de que los conjurados se entreguen y puedan señalar a los gestores principales de la idea mezquina de atentar un crimen de lesa patria.
Con el indulto humanitario del 10 de noviembre el general José María Córdova, aun siendo firmante de la mayoría de ejecuciones sumarias llevadas por Urdaneta contra los conspiradores, firma a su vez su propia sentencia. Rafael Urdaneta, Manuel del Castillo y Rada, Manuela Sáenz, Tomás Cipriano de Mosquera, su amigo el eminente doctor José Manuel Restrepo, entre muchos más, escriben, sugieren, intrigan en contra del joven general y van minando la confianza que el Libertador tiene en su leal oficial que nunca, ni siquiera en estos momentos sombríos en los que su corazón se debate entre sus juramentos a la república y su fidelidad a Bolívar, ha pensado en traicionar a su general.
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