Cuando ya parecía que jamás íbamos a coincidir, en persona, con un poeta con suficiente atractivo como para querer leer, de inmediato, todo lo que escribiera (como hacíamos, por ejemplo, con Borges o con Lezama, a los cuales leímos como si fueran nuestros contemporáneos), aparece en Santiago de Cuba un poeta que ha sabido hacer del culto a la literatura un culto a la vitalidad.
Los poca-cosa han procurado confundir a los lectores, haciéndoles creer que todos los poetas cubanos del siglo XXI valen, más o menos, lo mismo, que ninguno resiste la menor comparación con los dioses mayores de nuestro corral literario, que nunca serán grandes, porque el exceso de comunidad impide cualquier diferencia cualitativa, que portándose bien y ya en la ancianidad, les será entregado, como un favor inmerecido, el Premio Nacional de Literatura, o cualquier otro Maestro de Manquedades. Pero ya podemos decretar el fin de la Era de la Mediocridad. Ya no se aprende solo en el pasado o en el extranjero: el poder y la gracia están aquí: de Los malos inquilinos a La Maestranza (pasando por Las Posesiones), Oscar Cruz construye una poética para los tiempos que corren en el país, y más allá. Cuando el ambiente, a fuerza de repetirse hasta el asco, es otro, el uso de las palabras debe cambiar.
Y ha tenido que ganarle la pelea no solo a las duras condiciones de subsistencia; también a la falsa democratización de la literatura: todas esas antologías-sacos donde cabe cualquier cosa que se haya publicado, esos artículos donde se cita lo que sea, esas revistas tristes, esos eventos sin ninguna orientación, esos premios. Como si escribir fuera un oficio de idiotez.
No era extraño que ocurriera: el caótico desfile de libros sin acompañamiento crítico, la adulonería de tantos hezcritores a los funcionarios, la conversión de hezcritores en funcionarios al uso, la prohibición (tácita o no) de ciertos asuntos y lenguajes, la desaforada búsqueda de dinero por parte de los hezcritores, la miniaturización regional, de época o temática (poetas del Oriente, poetas albinos, poetas del Casco Histórico, poemas a los relojes de cuco y a los pianos de cola, poetas nacidos después de…), el adoctrinamiento que procura imponer una agenda de buenos sentimientos y consignas, el frustrante amiguismo a la fuerza que solemos practicar (no se puede ser amigo de malos poetas: tienes que rebajarte a ellos; Oscar, en cambio, es un verdadero compinche de sabotaje poético), el susceptible celo de que alguien se crea mejor que los demás, la ausencia de libros en las librerías y bibliotecas, en fin, la falta de justicia poética, que no se mendiga, se toma.
De luchas tan crueles tenía que surgir una poesía donde el habla, la mentalidad, la conducta y las tecnologías actuales no son simplemente un tema o una referencia desvaída y pedante, sino el sustrato y la orientación de los poemas. Una poesía escrita en tiempo real, a la altura de todo tipo de experiencia exigente, incluyendo la experiencia de la lectura. Una poesía que actualiza constantemente su lenguaje y sus procedimientos, al punto de crear un efecto de máxima resolución posible: como si el lector viviera los poemas al leerlos, como si la lectura de los poemas nos ayudara a comprender mejor de qué material y energía estamos hechos, qué sociedad ponemos a funcionar. Una poesía que, como advirtiera Regino Boti de los Motivos de son, de Nicolás Guillén: “A su sombra buscarán enganche numerosos reclutas”. Y ya aparecen los primeros falsificadores, queriendo escribir “a lo guapo”.
El poeta es un porfíao
Oscar, muy pronto, se dio cuenta de que la poesía también puede hablar el idioma de la gente común, pero un idioma tan musical como si la gente común hablara en verso, como si los poemas fueran escritos a medias por el autor que los firma y por aquellos personajes que viven en los poemas, como si los personajes (incluido el autor) necesitaran el poema para poder dialogar con esos otros personajes que son los lectores.
Después de eso, no hay marcha atrás. Después de eso, se alcanza el punto de no retorno, ese punto a partir del cual el idioma de una poesía nunca será el mismo. Una poesía que no tiene miedo al diálogo, que no tiene miedo a decir sus nombres, es decir, los nombres de aquellos que son dichos o se dicen en el poema. Nada de abstracciones irresponsables, nada de tartamudeo oligofrénico con pretensión de vanguardia. Ejemplos tangibles de poesía, hechos de palabras como si fueran hechos de sangre. Nada de timidez ni flojera. Una versificación rotunda, un buen humor a prueba de los peores disgustos, un diagnóstico social como no se han atrevido a realizar muchos intelectuales de este país.
La Maestranza: 52 poemas, divididos en un prólogo y tres partes. En el prólogo, titulado “El Mal y la Montaña (Apuntes para una Teoría de la Invasión)”, que no es simplemente una parodia de Regino Boti, se nos empieza a entregar una región (cualquier región de Cuba, cualquier región del mundo) que se encuentra en el imposible equilibrio del desastre permanente o endémico, y cómo el protagonista piensa asumir su misión. Este poema tiene el desarrollo flexible de un territorio que se levanta y enrosca hacia lo abierto, hacia nuevas adquisiciones de sentido. Lo que constituye, quizá, el principal hallazgo del libro: el lenguaje plasma sus objetos, como si los objetos (personas, paisajes, teorías) estuvieran (y de hecho están) vivos sobre la página. Cada poema y cada línea sensibilizan musicalmente (poesía porno-pop, la llama el autor) los significados que entregan. Canciones de diverso registro que cuentan historias desagradables, es decir, agradables al oído y la franqueza.
En la primera parte, titulada “Uno”, se describe la sustancia del amor y la civilidad. En la segunda parte, titulada “Dos”, se nos enseñan los quehaceres del arte poético y, nuevamente, de la civilidad. Y en la tercera parte, titulada “Tres”, se dan los apuntes para una “Entrada Triunfal”: en la ciudad y en la poesía.
Los 18 poemas de la primera parte son un pequeño tratado de sexualidad activa: búsqueda del placer, traición, crimen, enseñanza, autoerotismo, prostitución, sadismo e, incluso, algo de pesadilla histórica. De este cuaderno, destacaría los poemas “El Amor”, que va del humorismo ligero a la tragedia, sin aviso, de golpe, como los tajos asesinos de un cuchillo, y termina con un ritmo monótono de aceptación; “La Maestranza”, que nos enseña que los personajes pueden ser narrados también en los poemas; “Balas de salva”, tensa celebración del autoerotismo sin complejo de culpa, a pesar de la veta de amargura; “Forever”, mínima crónica de la frialdad y el desapego que suele provocarnos la muerte de los otros; “Tramontina”, poema barriotero y procaz que hace emanar la fe religiosa directamente de la prostitución; “Batalla de Mal Sueño”, pesadilla histórica que iguala el heroísmo con la violencia homicida y convierte el campamento mambí en un harén, y “Gillette 2”, largo monólogo donde el personaje es descrito en negativo por la voz persuasiva que, sin éxito, le aconseja que abandone los hábitos de su escritura.
Los poemas de esta parte son los más terrenales del libro, son el sustento imprescindible para el despegue de las poéticas de la segunda parte: primero el desafuero sexual, después la libertad poética. Poéticas de variada índole: desde la revisión del canon intelectual cubano a través de algunas de sus figuras capitales, hasta los actos de insumisión imprescindibles para la dignidad de lo poético. Véanse los poemas “20 de octubre”, que trabaja a un Fernando Ortiz secuestrado por funcionarios-loros que dominan las instituciones y pretenden decidir el valor de los sujetos culturales; “Pájaros de Manduley”, que parece enjuiciar a José María Heredia y realmente arremete contra la hipocresía incansable de los homenajes oportunistas, y la serie de cuatro poemas que dedica a Lezama Lima: “La plomada”, que ajusta las cuentas a los cantores de la falsa belleza, que han querido obtener un salvoconducto a perpetuidad reciclando el lenguaje origenista; “Lezama / el pacto”, declaración de independencia frente a una de las figuras más influyentes de nuestra literatura; “Nómina”, que desautoriza, desde la sobriedad (“estábamos a 7, lo recuerdo / las sillas de la sala eran grises”), a los impostores que viven a costa de Lezama, y “Orígenes hoy”, uno de nuestros poquísimos poemas verdaderamente digitales, texto que se despliega como una pantalla de Facebook e instala a Lezama en plena era digital: su real sitio está en la Red, interconectado.
Estas múltiples poéticas (e incluyo “El buen muñeco”, “P&G”, “Lecturas de verano” e “hilodirecto”) son poemas-resortes que le saltan a la cara al lector desprevenido: a ratos lo divierten, a ratos lo incomodan, pero nunca está completamente en guardia, y no le queda más remedio que asumir (al menos durante la lectura) una sacudida que lo sobrepasa.
También encontramos en esta parte los poemas más patéticos del libro: “Los años de aprendizaje”, pausada rememoración que no renuncia a la violencia expresiva que mejor lo define: “como a un niño / que no entiende otro / lenguaje, a todo el que / me da su amor, le suelo / propinar su cintarazo”, y “Lo que cuenta”, verdadera batalla donde los perros son las palabras que encuentran su definición mejor: “poco amor o poca vida no es tan malo. / lo que cuenta es saber que has apostado. / que has venido como ellos hasta aquí, / que has venido en la turba a darle diente / a la carne envejecida del amor”.
El poema que cierra el libro, “Iré a Santiago (Apuntes para una entrada triunfal)”, funciona como catálogo y advertencia de lo que el visitante-lector encontrará: un desafío, una fiesta interminable de palabras que gozan en el libro y en la calle, cumpliendo así una de las grandes pruebas de la poesía: asumir cualquier escenario con naturalidad y compostura, sin pose populachera ni enfurruñamiento elitista.
Sé que no es fácil salir indemne de semejante aventura, porque muchos de nosotros estamos retratados hasta las vísceras. Mejor así: la poesía (incluso la más vengativa) hace del mal una cosa mejor; por ejemplo, aprender a reírnos de nosotros mismos. El problema es que algunos prefieren no verse y solo se ríen de los demás. Mejor así: a esta altura del juego, cualquier objeto de la poesía es también el sujeto que la hace posible, incluso a su pesar, porque ya se ha convertido en otra cosa.
No muchas veces los poetas cubanos (de cualquier época) han sabido hacer una poesía tan divertida como Oscar Cruz, una poesía que mezcla a la perfección el poder y la gracia. Tan poesía como divertida, porque estos poemas no son un chiste para consumo de adocenados. Tan deleitable como dañina: hay quien me ha dicho que no puede leer “Forever” por el temor que le causan los accidentes. Tan ejemplar como seductora: los niños les dicen a sus padres que esa es la poesía que quieren leer. Los jóvenes se ríen. Los viejos tiemblan. Los engreídos agrian la jeta. Se está cortando carne, en público y en privado, en la política y en la poética.
El que no quiera poetas-porfíaos, que no ande por ahí golpeando cabezas. Una poesía capaz de reír cultiva a sus lectores sin someterlos. O como el mismo Oscar me ha dicho algunas veces: “vengo a darles libertad a los esclavos”.
José Ramón Sánchez
José Ramón Sánchez (Guantánamo, 1972). Autor de los libros Aislada noche (Letras Cubanas, 2005), Marabú (Torre de Letras, 2012), El derrumbe (Letras Cubanas, 2012) y The Black Arrow (Linkgua Ediciones, Barcelona, 2023). Editor de la revista La Noria.
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