Durante un gran viaje, se descubre que el mundo es grande. De vuelta, se descubre que uno no lo es menos.
Lo primero que sentí al llegar a La Habana con mi amigo Cristian Madrigal fue el calor asfixiante de la ciudad. Fue como si, en lugar de estar llegando, estuviese ya partiendo después de una larga travesía y no pocos excesos. Y eso que no conocíamos aún el calor y la humedad del Oriente cubano, la tierra caliente según los habaneros. Era la mañana de un lunes 18 de marzo cuando ingresamos en un país totalmente extraño para nosotros.
En general, una de las primeras impresiones que tiene, al poner un pie en suelo cubano, un forastero de un país democrático (quiero decir, uno donde el régimen no es tan evidente), es la presencia ubicua del Estado: se respira, se confunde con el aire… se calla.
Es, hay que decirlo, toda una rareza estar en un Estado comunista, ver propaganda comunista a diestra y siniestra —perdón, sólo siniestra— por las calles, siendo uno de un contexto en el que el comunismo ha sido, hasta cierto punto, perseguido, donde —para que nos entendamos— puede ser considerado contrario a los intereses del Estado e incluso un acto de traición. Hay que matizar, sin embargo: dicha persecución se ha dado sólo en contextos específicos, como las famosas dictaduras militares de derecha, o en niveles más bien profundos y vinculada, sobre todo, a los conflictos armados, y no falta actualmente, en cualquier país hispanoamericano, quien se pasee por la tranquila plaza de una urbe luciendo un tapabocas rojo adornado con el martillo y la hoz, por no mencionar las camisitas y las gorras con la famosa cara del Che.
Hasta donde vi y sentí, el Estado en Cuba es, en comparación, mucho más omnipresente. Está metido en todos los asuntos de los individuos, excepto, talvez, en su cama —por lo menos, y esto es una ventaja con respecto a la órbita occidental, no ha calado allí el progresismo y su afán de inmiscuirse en las diversiones de las gentes—. Sin embargo, las personas se las arreglan de alguna forma para llevar a cabo sus pequeñas iniciativas privadas: vender divisa en los barrios populares (alrededor de 300 pesos cubanos el dólar, cuando el Estado lo compra a unos 120 pesos) o acosar a los turistas a las afueras de los hoteles internacionales para venderles productos nacionales en dólares y a precios multiplicados sabrá Dios por cuánto, o simplemente para sacarles algo de dinero a fuerza de labia, como se dice.
Saliendo de la oficina de correos, en el Ministerio de Comunicaciones, donde habíamos intentado comprar, sin suerte, una línea que nos permitiera estar comunicados y con acceso a internet a lo largo de nuestro viaje, nos abordó uno de estos personajes. Nos dijo que se llamaba Jorge y que era radiólogo en un hospital infantil. Se ofreció a llevarnos a otra oficina de Etecsa, donde podríamos tener mejor suerte. Durante el recorrido —que según él era corto, pero para nosotros fue un Camino del Calvario—, nos iba enredando con historias a cuál más real, a cuál más inventada, y hasta se comunicó con un amigo suyo de Colombia para que los poetas colombianos que acababa de conocer le brindáramos un saludo. Yo fui más afable que mi amigo, le seguí la corriente, le ofrecí un Pielroja y hasta le recibí un Cohiba, a sabiendas de que luego tendría que devolvérselo.
El asunto es simple: por dura que sea para un Jorge cualquiera la situación, ni pragmática ni moralmente puede confundir con turistas a un par de poetas que van como invitados a una Feria del Libro, ni menos pretender embaucar a un par de colombianos avezados en peores transacciones. Al llegar a la susodicha oficina y tras verificar que no había líneas disponibles, Jorge procedió a efectuar el final de su acto: cobrar el favor.
—¿No que éste era el camino que debías seguir? Además, somos poetas, ¿qué vamos a poder darnos el lujo de la beneficencia?
—Devuélveme el tabaco —masculló enojado, y cerró el telón. A nosotros nos quedaba una larga caminata de vuelta a la terminal, intentando recordar el camino en retrospectiva, como cuando se intenta recuperar el hilo de una conversación.
Pero el trayecto largo era, realmente, el de La Habana a Santiago: 16 horas en guagua haciendo breves paradas para mear y fumar, 16 horas intentando dormir o al menos dormitar con algún pensamiento o recuerdo que recreara la mente e hiciera olvidar por un rato el dolor en los huesos y en el cuello. Luis Tejada afirmaba que la mejor manera de dormir era de pie y que, por ende, debía inventarse un artefacto que permitiera hacerlo sin que todo el peso recayera propiamente en los pies, pues al estar acostados empiezan a estorbar los brazos y a menudo no sabemos dónde ponerlos, si encima de la cabeza, debajo de la almohada o en la mesa de noche. Pero esta inconveniencia no es nada comparada con dormir sentado. Uno no sólo no sabe dónde poner los brazos, las piernas o cualquier cosa, sino que quisiera hacerse un ovillo, un solo bulto que descargar pleno sobre el asiento.
En la parada para cenar conocimos a Marcelo Lotufo y Claudia Tavares, editores brasileros cuya editorial, Jabuticaba, publica sólo traducciones al portugués de poetas contemporáneos. Es decir, una quijotada. Claudia es también traductora de poesía italiana, por lo que nos entendimos muy bien. Claro que ella, como queda dicho, traduce poetas contemporáneos, en el laxo sentido de la palabra. Yo, qué remedio, soy un necrófago y poco me intereso por lo que se escribe actualmente. Curiosa pareja: él, introspectivo, como yo, pero abierto al público; ella, extrovertida, un espectáculo andante, pero más bien tímida ante el micrófono. Como era de esperarse, la conversación más o menos abierta entre Lotufo y yo habría de esperar hasta la ingesta de una considerable cantidad de mojitos, pero eso fue después. Por ahora, estábamos en Matanzas cenando y conociendo a quienes serían en adelante nuestros compañeros de viaje.
Claudia y Marcelo viven y dan cátedra universitaria en estados diferentes del Brasil y sólo se ven algo así como cada mes. Su historia me recordó “La aventura de un matrimonio” de Italo Calvino: el par de obreros, Elide y Arturo, que trabajaban en turnos distintos y, viviendo bajo el mismo techo, sólo podían verse un rato en la mañana y un rato en la noche. El uno se iba y el otro llegaba, el uno estaba agotado por su jornada laboral y el otro se daba prisa para no llegar tarde a la suya. Un abrazo era todo el afecto corporal que podían darse y su intimidad se reducía a compartir, subrepticiamente, el mismo lado de la cama, sin la compañía del otro. Espero, ahora que escribo estas líneas, que a Claudia y Marcelo el destino les sea más favorable que a Elide y Arturo.
La incomodidad y el dolor de cuello provocados por el viaje fueron recompensados con creces en la madrugada, casi llegando a nuestro destino, por una irrupción de un sol sin alba, sin sonrosadas anunciaciones, un sol al desnudo, rojo en medio de la negrura de la noche rezagada.
Y a eso de las 8 de la mañana, al fin, Santiago de Cuba.
En la terminal nos esperaba nuestro querido anfitrión, el poeta Oscar Cruz, quien, tras una breve charla, nos despachó para el hotel a que nos aseáramos y descansáramos un poco. Esa noche sería la inauguración de la XXXII Feria Internacional del Libro en Santiago. El evento nos dio la bienvenida con uno de los apagones que agobian últimamente, día y noche, a todas las provincias, con excepción de La Habana. Sin electricidad hicimos nuestra primera lectura, en la Plaza Céspedes; sin electricidad disfrutamos de una hermosa velada musical en el Salón de la Trova, y sin electricidad nos echamos a andareguear las calles del centro de Santiago, bebiendo cerveza y pidiéndole a Oscar que nos comprara unos paquetes de Criollos, a menos de la mitad de lo que nos cobraban cuando nos sentían el acento.
Cerramos esa noche en casa de Oscar y Annia, su mujer, integrante del Cuarteto Vocal Vidas, a quienes ya habíamos conocido en Colombia el año pasado. Antes de escucharlas, me daba por días la mala costumbre de no creer en Dios, pero luego ¿cómo no creer después de haber escuchado a los ángeles? Annia, aparte de cantar, es una magnífica repostera y una gran cocinera, a juzgar por el arroz con que nos deleitó esa noche. Los dioses bendigan a Oscar y lo sigan recompensando como hasta ahora.
La mañana del miércoles, estaba desayunando en el restaurante del hotel cuando apareció Madrigal con los ojos rojos y húmedos. Había muerto su perro, el compañero de sus mañanas y sus noches. Yo no sabía qué decirle, pues nunca he sentido ese amor por especímenes de otra especie (talvez reserve demasiado amor para el género humano y ésa sea mi perdición). Sólo pude recordar un poema de Jesús Gómez, de un libro que le había publicado recientemente: A mi casa la cruzan los ríos. El poema se llama “Canto por el perro muerto” y está dedicado “a Monito”. Termina así:
Ahora que tu presencia luminosa se extinguió, sobre tu tumba crece lentamente la hierba, como señal de nueva vida. Como muestra de fertilidad en tu cuerpo.
“Escribe la Oración por Ulises”, fue la única cosa auténtica que pude decirle a mi dolido amigo.
Esa mañana, después de la primera cerveza del día (dado el calor, es obligatorio mantener una cerveza en la mano), Marcelo y Claudia dieron una charla sobre poesía brasilera contemporánea en la Sala de Presentaciones José Soler Puig. Como ocurriría en las posteriores presentaciones y como, al parecer, ocurre siempre allí, la sala estaba llena. ¡Cuánto tiene el mundo que aprender de la cultura cubana! Como le comentaba por esos días a Madrigal, ¿cuándo se comprenderá que lo material y lo espiritual no tienen por qué reñir, que no es menos escandaloso descuidar el arte que entorpecer el bienestar material? En la tarde tuvimos una lectura en la Facultad de Medicina No. 1. Al entrar, uno de los primeros detalles que llamó mi atención fue una acuarela en la pared, a modo de papiro, con el juramento hipocrático. Me emocioné al volver a leerlo e incluso saqué el celular para fotografiarlo, pero la emoción se tornó rápidamente en congoja al recordar cuán hipócritamente juran hoy en día, en especial los médicos. La lectura estuvo magnífica, sobre todo por el público, ante el cual éramos los poetas quienes debíamos estar a la altura, cosa extraña en una facultad de Medicina, quiero decir, prácticamente imposible en mi país en una facultad de ciencias cualquiera, donde la mayoría de los alumnos apenas sí sabe leer. Está bien, me rindo: en una facultad cualquiera.
Esa tarde llovió. Fue una lluvia pasajera, de sol, como se dice. No obstante, trajo consigo un alivio al calor asfixiante. En general, son pocas las lluvias allí, pero no es que el agua falte en el ambiente —en el acueducto, sí—, pues todo el tiempo el mar Caribe está cayendo encima: cae sobre todos disgregado en millones de mares. Se respira con su sal, oleaginoso; casi que se puede nadar en él mientras se pasea por la calle.
En la noche disolvimos el cansancio de la jornada en una botella de ron blanco y en varias jirafas de cerveza, al calor de un fenomenal cuarteto santiaguero, en el patio de la Biblioteca Elvira Cape. La satisfacción y la recompensa del deber cumplido. Lástima que ni Oscar ni Annia, ni Ana ni Liette ni Darina —las demás integrantes del Cuarteto Vocal Vidas; Ana es su directora— hayan podido acompañarnos esa noche, pues, de todas las que pasamos en aquel patio, aquélla fue la que mejor música nos deparó, hasta que un nuevo apagón nos llevó de vuelta al hotel. Allí terminamos la jornada Lotufo, Madrigal y yo con unos cuantos mojitos y subimos a dormir temprano.
Aun así, a la mañana siguiente me sentía exhausto y, como no tenía ningún compromiso esa mañana, decidí en sueños —que es donde tomo las decisiones importantes— quedarme durmiendo. Al bajar a la piscina, ya había pasado la hora del desayuno, así que empecé el día con una cerveza, como deberían iniciar todos, en especial en tierra caliente. Como ya sabía moverme un poco por la ciudad, caminé hasta la calle Enramadas, me tomé otra cerveza y llegué hasta la entrada de la José Soler Puig, esperando ver a Oscar. No sabía, sin embargo, que ése era uno de los centros fijos de la Feria, con programación permanente, así que no quise entrar sino que le pedí a uno de los encargados del lugar que lo llamara y le preguntara dónde estaba. Él me miró como se mira a quien se pone los lentes para buscar los lentes, pero accedió a llamar. No había señal o no había energía, así que me fui para la Plaza Céspedes a comprar algunos libros.
Ya empezaba a sentirme un tanto santiaguero, sobre todo cuando no abría la boca y simplemente me confundía con el paisaje. Caminar esas calles es —perdonen la expresión— mágico. Por momentos sentía que había viajado en el tiempo y me había instalado en una época muy anterior a mi nacimiento. El exiguo tráfico; los autos antiguos cuya vista empaña la de los ómnibus, los camiones de pasajeros y los escasos autos de modelos recientes; la arquitectura colonial, mucho mejor conservada que en La Habana; inmensas plazas tapizadas de mármol y henchidas de columnas; columnas hasta en las construcciones más aparentemente modestas, de todos los tipos: lisas y estriadas, de capiteles jónicos o corintios, estilos permutados de todas las formas posibles para el ingenio humano; todo ello lo hace a uno instalarse en una época y en un escenario indefinidos, pero, por alguna razón que no se alcanza a comprender, sumamente amables, como ocurre en los sueños. Es, propiamente dicho, realmente surrealista. La belleza de Santiago, si se la sabe mirar, sólo puede ser superada por la gracia de sus gentes.
De vuelta en la sala de presentaciones, entré y vi que había una charla y que casi todos mis conocidos estaban allí. Dejé el morral, ya lleno de libros, y salí a fumar. Entonces llegaron Ana y Liette, como apariciones celestiales. Después de su visita a Colombia, tenía grandes deseos de verlas y, sobre todo, de escucharlas. Nos saludamos con un largo abrazo y nos echamos a reír más que a hablar, como hacemos quienes sospechamos algo más bien absurdo en la vida. Si ya es absurda, hay que hacerla más absurda con la palabra a fin de que, tras el desconcierto, estalle la risa.
La vestimenta del cubano es más bien sencilla. Si bien entre los jóvenes goza de cierta popularidad el atuendo yanqui: camisetas de beisbolista, pantalonetas y tenis Nike, en general lo importante es que la ropa sea corta y fresca. La elegancia la lleva el cubano en su carisma. En cuanto a la mujer, por lo general lleva vestido, con lo cual gana mucho con respecto a la hembra de estas latitudes y su habitual negligencia en el vestir. Yo, como era de esperarse (¡vanidad de vanidades!), antes del viaje me compré unas botas Lizantto de gamuza y un saco Luber beige que combinaba bien con algunos pantalones claros y frescos que tenía. Talvez haya sido eso lo que atrajo la atención del viejo loco.
Caminábamos esa jornada, tarde en la noche, Lotufo, Madrigal y yo por la calle Enramadas buscando un lugar donde tomarnos unos tragos, cuando, de pronto, se oyó a mi lado una voz que preguntaba “¿de dónde son?”. ¡Maldita sea la hora en que me dio por responder! Por lo menos media hora nos persiguió el neurótico y, mientras más nos obstinábamos en callar, más se obstinaba él en preguntar y en proponer, uno tras otro y atropelladamente, temas de conversación, de una conversación que no tendría lugar. “Yo no soy aburrido. Yo sé de todo. ¿A usted qué le gusta? Sé de Italia, de Francia… sé de Colombia, he visto series de narcos… Usted es narco, ¿verdad? Por la pinta, usted debe ser narco…”. Al fin llegamos a un bar llamado La Meca, donde pudimos deshacernos de él o, mejor dicho, desenhuesarnos con el portero. Después de cruzar el desierto, al fin habíamos llegado a nuestra Meca, donde nos esperaban unos deliciosos daiquirís helados. Días después lo volvimos a encontrar en el centro, pero mi actitud, ahora violenta, lo disuadió de acercarse.
El viernes en la mañana estábamos puntuales en la sala de presentaciones. Madrigal presentaría el número 13 de la revista Cosmogonía, y yo, el volumen de la obra poética de Miguel Hernández que publiqué el año pasado en Ediciones Letra Dorada: Me llamo barro aunque Miguel me llame. Primero fue mi turno. Ya que sólo llevaba dos ejemplares y en calidad de donación —uno para Ediciones Santiago, donde trabaja Oscar, y otro para el guantanamero José Ramón Sánchez, editor, junto con Oscar, de la revista La noria, aunque al final terminé donando también el mío, no por filantropía sino porque necesitaba espacio para traer más libros a casa—, había preparado, más que una presentación, una charla sobre las distintas facetas de la poesía hernandiana, pero no había terminado de leer la “Nota preliminar” de la edición, es decir, estaba apenas calentando, cuando ya Oscar me hacía señas desde atrás para que me apurara. Resulta que en Cuba las presentaciones de libros duran entre 15 y 20 minutos, y yo había llevado una charla para unas dos horas. La estrechez de tiempo entorpeció mi discurso, saltando de un punto a otro sin saber bien qué debía omitir. En un momento me emocioné y dejé de prestarle atención a Oscar y sus señas, o puede que, resignado, haya dejado de hacerlas. En total me llevé poco menos de una hora y le di la palabra a Madrigal, quien habló de la revista en general, del número 13 y, al final, renunciamos a presentar nuestros propios libros, Un género de noche y La sed de decir. Total, ocupamos el tiempo que teníamos en algo que era, para nosotros, más importante.
Luego fuimos a la librería del también poeta Yunier Riquenes, de donde salimos cargados con más libros, que ya se acumulaban preocupantemente en las mochilas y en la maleta que compartíamos. Director de la revista cultural La Gaceta de Cuba, coordinador general de la plataforma Claustrofobias Promociones Literarias, librero, editor, comunicador y, como si fuera poco, ser humano con las necesidades de cualquier otro, nos decía, entre entusiasta y resignado: «hay que vivir», y yo recordaba a Barba Jacob: «vivir es esforzarse».
Fuimos también a visitar la casa de Heredia, pero no me detendré en los detalles de esta visita, pues el poeta no estaba y los museos me dejan siempre un sinsabor a cosa muerta, por más que me guste la historia. Como nos rezagamos, nos fuimos a almorzar solos, Madrigal y yo, al Gran Chef Lindon, donde coqueteamos con la camarera y bebimos cerveza mientras preparaban los platos: pescado para él (al final resultó que eran dos) y una paella para mí, pero debieron haber notado mi tendencia a la esquizofrenia, porque me sirvieron un plato, como mínimo, para tres personas.
En medio del deleite no olvidábamos que, si bien para nosotros, como extranjeros, comer allí no representaba un gran gasto, para la mayoría de los locales sería un privilegio. Desigualdad ha habido siempre, pero, por regla general, en nuestros tiempos está llena de matices, con unos cuantos que tienen demasiado, otros que tienen mucho, otros que más o menos, otros que poco y otros que nada o casi nada, y ya ponerlo así es reduccionista, pero no me parece que lo sea decir que en Cuba unos pocos —políticos y altos funcionarios— tienen demasiado, y la gran mayoría, casi nada.
Aun así, disfrutamos de la comida, bebimos y reímos con gran satisfacción. Olvidado de las responsabilidades y los problemas cotidianos, sabiendo que en casa estaban bien y sin ningún afán de volver, me entregué plenamente al placer de pasar unos días comprometido fielmente con la buena literatura, la buena comida, la buena bebida y la buena compañía. En cuestión de mujeres, en cambio, no hay mucho que decir. Dedicado a los amigos y a mis responsabilidades como invitado, y sin ningún margen entre el fin de la Feria y el vuelo a Bogotá, sólo tuve tiempo de fichar alguna mulata para mi próxima visita, ojalá con algunos días de margen para disfrutar lo que en esta ocasión no disfruté.
Esa noche, casi todos los invitados tuvimos una lectura de poesía en el último piso del hotel Meliá. Sin lugar a dudas, el recital de mayor “altura” que se ha oído en Santiago. Nos recibió una exquisita banda de jazz cuya vocalista me evocó la dulzura y hasta el porte de Ella Fitzgerald. Era, además, la primera vez que escuchaba jazz decente en castellano. Allí estaba con Madrigal, Oscar, Annia, Carlos Esquivel y Onel Pérez, bebiendo ron más que leyendo y riéndonos más que prestando atención. Estas, sin duda, son las mejores partes de la literatura. Carlos leyó algunos epigramas de un conjunto que espero publicar este año en Colombia bajo el título tentativo de Vender a Marx y otros negocios del corazón. Uno de ellos dice:
En tiempos como este no se puede vivir de la poesía. Hay que vivir del cuento.
Salimos del Meliá y subimos a nuestra habitación en Las Américas a eso de la una de la madrugada, pero yo aún tenía sed, así que bajé a la piscina con un tabaco y una botella de Havana Club. Apoltronado en un cómodo y blando sillón, después de unos pocos tragos me quedé dormido. Cuando subí a la habitación, después de que me despertara un par de sujetos cuyos rostros se me confundieron con la resaca y con el sol santiaguero, ya era de mañana. Dormí como un bendito y sólo salí de la habitación hasta el mediodía. Bajé al restaurante a almorzar y ya estaba junto a la piscina haciendo la rigurosa digestión tabaquera, cuando llegó Madrigal por mí, apurado, pues habían venido a recogerme para irnos a almorzar. Fue así que almorcé dos veces, lo que no habría logrado sin la ayuda indispensable de la piraña de mi amigo.
En la noche, curiosamente, mariachis en el patio de la biblioteca. Muy buena voz la del cantante, hay que decirlo, aunque el momento cumbre de la noche llegó cuando Liette fue invitada a subir al escenario y cantó “Amor eterno”. Siendo una bella canción, nunca me había gustado tanto. Esa noche, al fin, pudimos compartir con Ana, Annia y Liette juntas. También nuestros amigos de Brasil habían vuelto de Guantánamo, adonde habían partido el día anterior, y también estaban Oscar y Carlos, entre otros poetas con los que habíamos hecho buenas migas, incluido nuestro Ganimedes, que nunca ha de faltar. Terminado el concierto, fuimos con Madrigal y Carlos a casa de Oscar y Annia a rematar la velada. Allí Annia nos regaló con su voz cantando a capela “Sabor a mí”. No se podría estar mejor.
El domingo fue un día más bien gris. En la mañana, acto de clausura en la Plaza de la Revolución. Me aburría como nadie y me dormía como todos. Talvez soy injusto, pues hubo algunas presentaciones musicales nada despreciables, pero los discursos de la oficialidad, más soporíferos que el calor, y el sueño que a esa hora me embargaba hacían méritos para convertirme en un mártir. En la tarde despedimos a nuestros amigos brasileros, que partían ya para Sao Paulo. La comitiva iba en descenso y la partida empezaba a mostrársenos inminente. En la noche volvimos al patio de la biblioteca a escuchar a la agrupación más esperada de esos días: el Septeto Santiaguero. ¡Dios mío, qué decepción! Inmediatamente empezaron a tocar, caímos varios pesadamente en nuestras sillas, como soldados vencidos. Qué bullicio, qué desconcierto de instrumentos, qué falta a la riquísima tradición musical santiaguera. Demasiados Grammys de azúcar para un espíritu diabético como el mío. Menos mal que el acostumbrado apagón llegó más temprano que de costumbre, esta vez como un héroe redentor.
El lunes 25 por la mañana salimos en guagua con rumbo noroeste, hacia el caserío de El Cobre. Llegados a la Basílica Santuario Nacional de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, descendimos de la guagua y lo primero con lo que se toparon nuestros ojos fue una muchedumbre de ancianas harapientas pidiendo limosna y de hombres sin rostro, confundidos todos en la penuria, vendiendo rústicas figuras de la Virgen de la Caridad y piedras procedentes de la mina que dio nombre al pueblo. Dicha imagen causó en mí tal impresión que me sentí mareado, dando tumbos en medio de fantasmas o, mejor dicho, de ánimas en pena.
La mina, la primera a cielo abierto de este metal en la isla, empezó a explotarse a principios de los años 30 del siglo XVI por mano de obra esclava y de negros libres, pasando sucesivamente de manos privadas a la Corona Española y luego al capital británico y estadounidense. Fue cerrada recién en 2001. En cuanto a la basílica, fundada en 1906 y reconstruida en 1927, recibe cada día centenares de turistas y fieles que dejan generosas ofrendas cerca del altar.
De la imagen de la virgen se dice que llegó flotando a la bahía de Nipe sobre una tabla donde se hallaba escrito “Yo soy la Virgen de la Caridad”. Allí fue vista y recogida por un negro y dos indios esclavos y puesta en un altar improvisado; luego, tras una serie de milagros, sería trasladada a su lugar definitivo. Entre los milagros que se cuentan, dicen que la imagen desaparecía de noche y, tras infructuosos esfuerzos por encontrarla, en la mañana la hallaban de nuevo en su sitio, con las vestiduras mojadas, lo que no me extraña de una deidad europea en la ardiente Cuba. Lástima que, entre sus muchos milagros, no se cuente el de acabar con la miseria de los habitantes de El Cobre, el poblado más podre de Santiago, un pueblo que parece malvivir de la caridad que da nombre a la santa patrona de Cuba, una caridad que, por desgracia, los peregrinos parecen practicar con la virgen más que con los lugareños.
De vuelta hacia el sureste, visitamos el Castillo de San Pedro de la Roca del Morro. Diseñado por el italiano Bautista Antonelli y construido a partir de 1638, sería uno de los escenarios protagonistas en la independencia cubana de España y en la ocupación estadounidense, fatal sino del que aún no se han librado los cubanos, sea en forma de militares, políticos, patrones o turistas. Mientras miraba hacia el estrecho, intentaba ponerme en el pellejo de un español e imaginar la visión de una flota acercándose, amenazadora, hacia el castillo. Intentaba evocar cierta sensación de temor, como la que he sentido eventualmente ante un asalto a mano armada, pero confundida con heroísmo. Fallé, pues la sensación de heroísmo nunca la he tenido, muchos menos durante un asalto a mano armada.
En el restaurante El Morro almorzamos un delicioso cordero cocido. La vista es, desde allí, tan impresionante como desde el castillo. Apoyado en la baranda, dejé que mis ojos reposaran largamente en el mar, que se limpiaran un poco de todo lo que a diario ven. Era la despedida. Con los ojos me despedí del mar, de ese mar, y de Santiago de Cuba. De vuelta al hotel Madrigal y yo, terminamos de empacar y nos dispusimos a hacer el check-in del vuelo de Bogotá a Rionegro, pero, ¡oh, sorpresa!, el vuelo de la tarde que habíamos comprado saldría el mismo día en la madrugada, mientras apenas estaríamos atravesando la isla rumbo a La Habana. A las cinco de la tarde nos recogió en el hotel la guagua que nos llevaría a la terminal, donde terminamos de despedirnos de Santiago y de los amigos que aún nos acompañaban.
Eso no era todo, sin embargo. Después de fumar un cigarrillo en la plataforma de buses de la terminal, bajo un sol implacable que estallaba en nuestros ojos, entramos a la sala de espera, donde una señora de unos 60 o 70 años nos ayudó en la aparentemente fácil tarea de quejarnos del sol. Como ocurre a menudo, las consideraciones climatológicas fueron la excusa para iniciar una conversación. Era una poeta: María Antonia Castro, que había estado también en la Feria y que —no sé si era cierto o lo decía para caernos en gracia— había querido escucharnos, pero no le había sido posible. En cualquier caso, la Feria continuaba a su manera, fuera de programa, en la terminal de buses. Conversamos largamente y compartimos algunos poemas e impresiones, mientras los sombreros y los abanicos se bamboleaban aquí y allá en muda protesta contra el sol reinante.
Luego, ya se sabe: 16 horas de viaje por una carretera en no muy buenas condiciones. El viaje de vuelta a La Habana se me hizo más difícil que el camino de Santiago; no sé si fue sólo mi impresión o si realmente ese lado de la autopista nacional ha sufrido más el deterioro, pero el ruido de los cristales de la guagua, en el primer viaje casi imperceptible, semejaba ahora el del Septeto Santiaguero. Se me hizo difícil dormir y durante gran parte del trayecto debí conformarme con fingir que dormía hasta llegar a la próxima parada y salir a fumar.
En el aeropuerto José Martí me sentía algo nervioso. Siempre me ponen así los aeropuertos, incluso cuando voy a tomar un vuelo nacional, y ahora estaba a punto de salir de un país casi totalmente extraño para mí, cargado de libros, con evidente sobrecupo y un vuelo perdido. Como pudimos distribuimos el peso de las —ahora dos— maletas, abarrotando hasta el límite de nuestras espaldas los bolsos de mano. Pasamos migración y, mientras esperábamos el abordaje, por los parlantes se oyeron mis apellidos y la palabra aduana.
Fui a ver qué pasaba y, en efecto, mi maleta estaba parqueada junto a una mesa donde una agente de Patrimonio inspeccionaba, uno por uno, los libros que llevaba otro viajero en tres maletas. Viendo la parsimonia con que dicha agente revisaba tamaña cantidad de ejemplares, me resigné a perder el vuelo y empecé a pensar en qué haría en una ciudad extraña, donde no conocía a nadie, y con la billetera, días antes repleta una y otra vez de Iñiguez, Céspedes, Agramontes y Mellas, ahora sólo con algunos solitarios Jacksons. En Cuba está prohibido sacar del país libros pertenecientes al patrimonio cultural de la nación, es decir, aquéllos publicados hace más de 50 años, así que lo primero que revisaba la agente era la portada interior; si estaba marcada a lápiz con el precio, pasaba el examen; de lo contrario, tenía que ir a la página legal y consultar el año de publicación.
—¿Por qué lleva tantos libros? ¿Es usted profesor? —interrogaba la agente al viajero, mientras éste, con una sonrisa idiota, intentaba disimular el fastidio y trabar conversación con ella.
No sé en qué momento terminó la revisión y llegó mi turno. Me apuré a poner la maleta sobre la mesa, atinarle torpemente a la clave de seguridad, abrirla y empezar a sacar los libros. Como la mayor parte de éstos los llevábamos en las maletas de mano y en la de cabina, los que iban en la de bodega sólo ocupaban uno de los lados, por lo que me apuré a tapar el otro y que no se descubriera que traía allí tres botellas de ron —sólo pueden sacarse dos por persona, hasta donde sé—. El tiempo se contraía de forma alarmante y cualquier retraso, por pequeño que fuera, me dejaría plantado en La Habana, pero entonces apareció, entre las páginas de un libro de Sanguineti, mi certificado de participación en la Feria, lo que me libró de una pesquisa más profunda.
—Mi diploma de poeta —bromeé, con una sonrisa idiota, procurando relajarme.
Salí disparado hacia la sala de abordaje, donde ya sólo quedaban mi amigo Madrigal y una empleada de la aerolínea que estaba a punto de dejarme fuera.
A pesar de la nostalgia que ya se apoderaba de mí, no puedo negar que sentí cierto alivio cuando el avión empezó a sobrevolar tierra colombiana, no por un sentido de patriotismo, que no tengo, sino porque ahora no había ninguna cortina de hierro que me separara de mi casa y de los míos. Puede sonar exagerado, pero es que así me ponen los aeropuertos, los agentes de migración y los nacionalismos. Una vez aterrizamos en El Dorado, no tuvimos tiempo ni de fumar: tomamos de inmediato un bus satélite que nos llevara a las cabinas de la otra aerolínea, al otro lado del aeropuerto. Apresuradamente hicimos el cambio de vuelo, que estaba a escasos minutos de despegar, pero, a la hora de pagar la diferencia, me traicionó la tarjeta de crédito y hube de quedarme pernoctando en Bogotá, con todas las maletas, que estaban a mi nombre, mientras mi amigo subía las escaleras hacia la sale de abordaje a toda marcha, no fuera a quedarse él también.
Tomé un taxi al hotel Portal de los Andes, donde pagué con los dólares que me quedaban. Lo primero que hice en la habitación fue entrar al baño a depositar el cordero, pero, ¡oh, sorpresa!, éste no vaciaba. Dada mi ambientalista costumbre de echar el papel higiénico en la taza del inodoro y ya que el olor no se esparcía, preferí no avisar al personal para que no me achacaran el daño. Me di una ducha, salí a comprar algunas cervezas y frituras y regresé a conseguir otro vuelo y a descansar. A pesar de mi deseo de llegar a casa y abrazar a la abuela, y a pesar del gasto extra, fue un alivio ducharme y dormir en una cama después de más de 36 horas sin poder hacerlo. La rutina, poco a poco, volvía a instalarse en mis huesos y en mi mente. Una vez avisados en casa de que no llegaría hasta el día siguiente y solucionado el asunto del vuelo, llamé a Isabel, una amiga con la que suelo telefonearme, para ponerla al tanto del viaje y de los contratiempos de las últimas horas. Sí, la aventura había llegado a su fin y todo volvía a esa especie de normalidad que es la vida.
Poco antes de las dos de la tarde del miércoles 27 de marzo estaba avistando montañas antioqueñas. No pude ocultar la emoción de verlas después de más de una semana en la amplia llanura cubana, y saqué el celular, como cualquier turista, para hacerles una foto. Regresaba cargado de maletas, de experiencias enriquecedoras y de motivación para trabajar sin tregua en la causa perdida, aunque ganada desde el principio, que es la literatura.
De este viaje he aprendido a tener que cargar más con un equipaje que con mis pesadeces y nostalgias. A veces el viaje tiene que ser hacia afuera, cuando el viaje hacia el interior está sobrecargado de uno mismo. Aprendí también a ser más sencillo, como los Versos sencillos de Martí; que se puede escribir y escribir bien en cualquier lugar, por humilde e incómodo que sea; pongamos, por ejemplo, el pequeño y destartalado piso donde ahora escribo esta crónica.
Cristancho Duque
Itagüí, Antioquia, 7 de abril de 2024
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