Es verdad que no hay que cansarse de reclamar a los escritores claridad, simplicidad, deferencia hacia las masas que no escriben, pero alguna vez nos asalta la duda de que no todos sepan leer. Leer es muy fácil, dicen aquellos a quienes la larga costumbre de los libros ha quitado todo respeto por la palabra escrita; pero quien, en cambio, más que libros trata con hombres o cosas, y tiene que salir por la mañana y regresar de noche endurecido, si por casualidad se concentra sobre una página, comprende que tiene ante sus ojos algo áspero y extraño, desvanecido y al mismo tiempo fuerte, que lo agrede y lo desalienta. Es inútil decir que éste último está más cerca de la verdadera lectura que el otro.
Sucede con los libros como con las personas. Hay que tomarlos en serio. Pero, precisamente por eso, debemos guardarnos de hacer de ellos ídolos, es decir, instrumentos de nuestra pereza. En esto, el hombre que no vive entre libros, y que para abrirlos debe hacer un esfuerzo, tiene un capital de humildad, de desconocida fuerza —la única verdadera— que le permite acercarse a las palabras con el respeto y el ansia con que nos acercamos a una persona predilecta. Y esto vale mucho más que la “cultura”, al contrario, es la verdadera cultura. Necesidad de comprender a los demás, caridad hacia los otros, que es, al fin, el único modo de comprenderse y amarse a sí mismo: aquí se inicia la cultura. Los libros no son los hombres, son medios para llegar a ellos; quien los ama y no ama a los hombres, es un fatuo y un condenado.
Hay un obstáculo al leer —y es siempre el mismo, en cualquier campo de la vida—: la demasiada seguridad en sí mismo, la falta de humildad, el rechazo del prójimo, del que es distinto. Siempre nos hiere el inaudito descubrimiento de que alguien ha visto, no mucho más lejos que nosotros, pero sí de un modo distinto. Estamos hechos de tristes costumbres. Nos gusta asombrarnos, como los niños, pero no demasiado. Cuando el estupor nos obliga a salir realmente de nosotros mismos, a perder el equilibrio para encontrar otro, quizá más arriesgado, entonces fruncimos la boca, pataleamos, verdaderamente nos volvemos niños. Pero de éstos nos falta la virginidad que es inocencia. Nosotros tenemos ideas, tenemos gustos, ya hemos leído libros: poseemos algo, y como todos los poseedores, tememos por ese algo.
Todos hemos leído. Y sucede a menudo que, así como los más pequeños burgueses se atienen al falso decoro y a los prejuicios de clase mucho más que los audaces aventureros del gran mundo, así el ignorante que ha leído algo se aferra ciegamente al gusto, a la banalidad, al prejuicio que ha absorbido, y desde aquel día, si se le ocurre leer todavía, todo lo juzga y lo condena según ese patrón. Es tan fácil aceptar la perspectiva más banal, y mantenerse en ella, seguros del consentimiento de la mayoría. Es tan cómodo suponer que todo esfuerzo ha terminado y se conoce la belleza, la verdad y la justicia. Es cómodo y vil. Es como creer que nos hemos absuelto de nuestro eterno y temido deber de caridad hacia el hombre, regalando una lira al pordiosero de vez en cuando. Nada haremos, ni aun en esto, sin el respeto y la humildad: la humildad que va abriendo grietas de luz a través de nuestra sustancia de orgullo y pereza, el respeto que nos persuade de la dignidad de los otros, del diferente, del prójimo como tal.
Se habla de libros. Y se sabe que los libros, cuanto más pura y llana es su voz, tanto más dolor y tensión han costado a quien los ha escrito. Es inútil, por lo tanto, esperar sondearlos sin pagar nada. Leer no es fácil. Y sucede que quien ha estudiado, quien se mueve ágilmente en el mundo del conocimiento y del gusto, quien posee el tiempo y los medios para leer, muy a menudo no tiene alma, está muerto al amor por el hombre, está encostrado y endurecido en el egoísmo de casta. En cambio, quien anhelaría, como anhela la vida, ese mundo de la fantasía y el pensamiento, casi siempre está aún privado de los primeros elementos: le falta el alfabeto de cualquier lenguaje, no le sobran tiempo ni fuerzas, o, peor, está extraviado por una falsa preparación, casi una propaganda, que le oculta y desfigura los valores. Quienquiera que afronte un tratado de física, un texto de contabilidad, la gramática de una lengua, sabe que existe una preparación específica, un mínimo de nociones indispensables para sacar provecho de la nueva lectura. ¿Cuántos se dan cuenta de que se requiere un análogo bagaje técnico para acercarse a una novela, a un poema, a un ensayo, a una meditación? ¿Y, además, que estas nociones técnicas son inconmensurablemente más complejas, sutiles y fugitivas que las otras, y no se encuentran en ningún manual y en ninguna biblia? Se piensa que un relato, un poema, por el hecho de que hablen, no al físico, al contador o al especialista, sino al hombre que hay en todos ellos, han de ser naturalmente accesibles a la común atención humana. Y éste es el error. Una cosa es el hombre, otra los hombres. Pero es, por otra parte, una tonta leyenda la de que poetas, narradores y filósofos se dirijan al hombre en absoluto, al hombre abstracto, al Hombre. Ellos hablan al individuo de una determinada época y situación, al individuo que siente determinados problemas y busca resolverlos a su manera, también y sobre todo, cuando lee novelas. Será entonces necesario, para comprender las novelas, situarse en la época y proponerse los problemas; lo que quiere decir, ante todo, en este terreno, aprender los lenguajes, la necesidad de los lenguajes. Convencerse de que si un escritor elige ciertas palabras , ciertos tonos y giros insólitos, tiene por lo menos el derecho de no ser inmediatamente condenado, en nombre de una precedente lectura donde los giros y las palabras eran más ordenados, más fáciles, o solamente diferentes. Esta tarea del lenguaje es la más vistosa, pero no la más ardiente. Por cierto que todo es lenguaje en un escritor que sea tal, pero basta justamente con haberlo comprendido para encontrarse en un mundo de los más vivos y complejos, donde la cuestión de una palabra, de una inflexión, de una cadencia, se vuelve en seguida un problema de costumbre, de moralidad. O, sin más, de política.
Baste esto, entonces. El arte, como se dice, es una cosa seria. Es por lo menos tan seria como la moral o la política. Pero si tenemos el deber de apoyarnos en éstas con aquella modestia que es búsqueda de claridad —caridad hacia los otros y dureza para nosotros— no se ve con qué derecho, ante una página escrita, olvidamos el ser hombres y que un hombre nos habla.
Publicado en L’Unità de Turín el 20 de junio de 1945
Traducción de Rodolfo Alonso y Hugo Gola
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