En este brillante ensayo, un tanto largo mas sin desperdicio, el genio de Emerson nos habla del mejor método para elegir los libros de modo que su lectura nos sea de provecho. En el camino, nos habla de las literaturas de todos los tiempos, aporta interesantes datos bibliográficos y hace crítica literaria. Por supuesto, nos brinda su lista de recomendaciones, muchas de cuyas obras son auténticas joyas imperdibles al igual que este ensayo.
Es fácil acusar a los libros y ciertamente que se encuentran muchos malos, los mejores no son más que recuerdos y no las cosas que se recuerdan; en realidad, hay mucho de diletantismo en estas cosas; y hay libros meramente neutrales que ningún provecho nos reportan. En el Gorgias de Platón dice Sócrates:
El capitán de navío pasea modestamente vestido junto al mar, después de haber traído sus pasajeros de Egina o del Ponto, sin pensar que ha hecho una cosa extraordinaria, y ciertamente convencido de que sus pasajeros son lo mismo y bajo ningún aspecto mejores que cuando él los tomó a bordo.
Así sucede con la mayor parte de los libros; en nada nos mejoran. El librero pudiera muy bien saber que sus parroquianos no son mejores por la compra y consumo de sus artículos. El volumen es caro al precio de un dólar y después que nos cansamos de leer el título, nos alejamos suspirando de la librería y sabemos, como yo supe sin sorprenderme, de labios de un rudo director de banco, que todos estos artículos se apreciaban muy poco, se despreciaban como desecho en las salas de los bancos.
Pero no es menos cierto que hay libros tan importantes para la experiencia privada del hombre que pueden realizar en él con las fábulas de Cornelio Agripa, o de Miguel Scott o del antiguo Orfeo de la Tracia, libros tan estimados en nuestra vida que se colocan al lado de la estimación de nuestros padres y de otros a quienes amamos apasionadamente, tan medicinales, tan astringentes, tan revolucionarios y autoritativos son; libros que son el trabajo y la prueba de las facultades; tan comprensivos, tan parecidos al mundo que pintan, que no puede uno desprenderse de ellos sin sentir que acusan tal modo de proceder.
Considera lo que tú mismo posees en la más pequeña biblioteca selecta. Una colección de los hombres más sabios e inteligentes que se pudieron seleccionar de todos los países civilizados en mil años y que han puesto en el mejor orden los resultados de sus conocimientos y de su sabiduría. Los hombres personalmente estuvieron ocultos e inaccesibles, solitarios, huyendo de toda interrupción, acosados por la etiqueta; pero el pensamiento que ni siquiera manifestaron al amigo de su corazón, está escrito aquí en palabras transparentes para nosotros, que somos los forasteros de otra edad.
Debemos a los libros aquellos generales beneficios que proceden de la elevada actividad intelectual. Creo que con frecuencia se les debe la percepción de la inmortalidad. Comunican actuación agradable hacia las fuerzas morales. Si vais con el pueblo bajo pensaréis que la vida es baja. Leed a Plutarco, y el mundo es un lugar noble y elevado al que pueblan gentes de cualidades positivas, con héroes y semidioses que nos rodean y que no nos dejan dormir. Además orientan y dirigen la imaginación; sólo la poesía puede inspirar poesía. Llegan a constituir la cultura orgánica de la época. La educación del colegio consiste en la lectura de ciertos libros que, según el común sentir de los sabios, representan la ciencia acumulada hasta el presente. Si sabéis esto, por ejemplo en geometría, si habéis leído a Euclides y a Laplace, vuestra opinión tiene algún valor; si no sabéis eso, no tenéis derecho a dar vuestra opinión sobre la materia. Cuando algún escéptico o atrevido pide que se le oiga sobre cuestiones morales o intelectuales, le preguntamos si le son familiares los libros de Platón, donde ya están resueltas de una vez para siempre todas sus más agudas objeciones. Si no conoce a Platón, no tiene derecho a quitarnos el tiempo, que lo lea y verá cómo allí se le responde a todo.
Es digno de observarse que mientras los colegios nos proveen de bibliotecas, no nos proveen de profesor de libros, y creo que no hay ninguna clase que sea más necesaria. En una biblioteca nos encontramos cercados por muchos cientos de queridos amigos, que están presos por un encantador dentro de ese papel y de esas cajas de cuero; y aunque nos conocen y han estado esperando dos, diez o veinte siglos por nosotros algunos de ellos, y están ansiosos de hacernos una indicación y de manifestarnos su pecho, tienen que someterse a la ley de su limbo que consiste en que no pueden hablar hasta que se les hable; y como el encantador los ha vestido como batallones de infantería, a todos con el mismo uniforme por mil y diez mil, la suerte de acertar con el que os conviene debe computarse por la regla aritmética de las permutaciones y combinaciones, no es la elección entre tres cofres, sino entre medio millón de ellos, todos parecidos. Sabemos también por experiencia que en esta lotería hay por lo menos cincuenta o cien números en blanco por cada premio. Si un alma caritativa, después de perder gran cantidad de tiempo entre falsos libros, descansase sobre algunos buenos que la hacen feliz y sabia, realizaría una hermosa obra nombrando aquellos que le han servido de puentes y de barcos para transportarlo pacíficamente sobre mefíticos pantanos y encrespados océanos al corazón de las ciudades sagradas, a los palacios y a los templos. Esta sería una buena obra de los grandes conocedores de libros que aparecen de tiempo en tiempo, los Fabricios, los Seldens, Magliabecchís, Escalígeros, Mirandolas, Bayles y Johnsons, cuya vista recorre todo el horizonte del saber. Los lectores privados, leyendo puramente por amor a los libros, nos podrían servir de mucho, dejándonos una nota de lo que encontraron.
No cabe duda de que hay libros y de que es posible leerlos, porque son muy pocos. Podemos dirigir una rápida mirada a las monumentales bibliotecas de París, del Vaticano y del Museo Británico. En la biblioteca imperial de París, se dice que hay seiscientos mil volúmenes y casi otros tantos manuscritos; y quizá el número de los libros impresos actualmente vienen a ser tantos en número como la suma de esas dos cantidades unidas, o que pasan de un millón. Es fácil calcular el número de páginas que un hombre aplicado puede leer diariamente y el número de días que durante la vida humana se puede leer en circunstancias favorables; y demostrar que aunque alguno leyera desde la mañana hasta la noche durante sesenta años, no pasaría de las primeras salas de la biblioteca. A pesar de esto, nada puede ser más engañoso que tal cálculo, cuando se practica un justo método natural. Yo visito con frecuencia las bibliotecas de Cambridge y rara vez voy allá sin renovar la convicción de que lo mejor que allí se puede encontrar ya lo tengo yo en casa dentro de las cuatro paredes de mi estudio. La inspección del catálogo me recuerda continuamente el reducido número de los principales escritores que hay en cada uno de los anaqueles privados: y a lo que han dicho estos, muy poco es lo que se puede añadir. Las miríadas de libros que se han escrito no son más que aclaraciones, ecos y ampliaciones de esas contadas voces extraordinarias del tiempo.
El mejor método de leer será siempre el método sacado de la naturaleza, y no una distribución mecánica de horas y páginas. Dicho método es el que mantiene al sabio en la prosecución de sus aspiraciones innatas, en lugar de una mezcla de lecturas inconsistentes. Que lea lo que sea más adecuado para él, y que no gaste su memoria en una multitud de mediocres estudios. Como todas las naciones han derivado su cultura de un solo libro, por ejemplo la Biblia, que ha sido la literatura y la religión de una gran parte de Europa; y Hafiz fue el eminente genio de los persas, Confucio de los chinos, Cervantes de los españoles; así quizá la humanidad hubiera ganado si se hubiesen perdido todos los escritores secundarios, como en Inglaterra todos menos Shakespeare, Milton y Bacon. Teniendo esta sana orientación de su propio genio, que el sabio lea uno o que lea muchos libros, leerá siempre con provecho. El doctor Johnson dice: “Mientras estás deliberando cuál de los dos libros leerá primero tu hijo, otro hijo ha leído los dos; lee durante cinco horas diarias alguna cosa y no tardarás en ser instruido”.
La naturaleza es una gran amiga en este asunto. La naturaleza está siempre clarificando su agua y su vino. Ninguna filtración puede ser tan perfecta. Lo mismo hace por medio de los libros que por medio de los gases y las plantas. Siempre hay una selección en los escritores, y después una selección de la selección. Ocupan el primer puesto todos los libros que entran con brío dentro del aire vital del mundo y que fueron escritos por la clase feliz, por la clase que sabe sentar afirmaciones y avanzar, que manifiesta lo que sienten otros miles y miles que no lo saben expresar. Antes que el folleto o el capítulo de política, que se presenta ante tus ojos en el fugitivo diario, haya sido allí puesto, ha tenido que ser escogido entre muchos cientos de plumas jóvenes. Todos estos no son más que jóvenes aventureros que ofrecen sus trabajos al sabio oído del tiempo, el cual se sienta tranquilo y pesa y mide las ideas, y diez años después, de un millón de páginas reimprime una; más tarde vuelve a ser juzgada y agitada y discutida por todos los vientos de la opinión, y, ¡cuán terrible selección no pasa sobre todo lo que se escribe antes que se pueda reimprimir veinte años después!; y sobre lo que se imprime después de un siglo, es lo mismo que si Minos y Radamanto hubieran endosado el escrito. El leer, pues, antiguos y afamados libros es un economía de tiempo. No se puede conservar nada que no sea bueno. Ya sé de antemano que Píndaro, Marcial, Terencio, Galeno, Kepler, Galileo, Bacon, Erasmo, Moro son superiores a la inteligencia ordinaria de los hombres. En los contemporáneos no es tan fácil distinguir entre la notoriedad y la fama.
No leas libros mediocres, y huye de los productos de la prensa en la charla ordinaria. No leas lo que no puedas entender sin preguntar en la calle o en el tren. El doctor Johnson dice que siempre iba a los establecimientos aristócratas; y los buenos viajantes se hospedan en los mejores hoteles, pues aunque cuestan más, no cuestan mucho más, y se disfruta de buena compañía y de mejor información. Del mismo modo, los entendidos saben que los más célebres libros contienen los mejores pensamientos y hechos. Alguna que otra vez y por casualidad se puede encontrar en alguna mala calleja la piedra preciosa que necesitamos; pero la mejor información está en los mejores círculos. Si por medio del periódico transmitieseis a los autores clásicos el resumen de vuestras diarias lecturas… ¿pero quién se atreve a hablar de estas cosas?
Las tres reglas principales que yo pude ofrecer son: 1) no leer ningún libro que no tenga por lo menos un año; 2) no leer sino libros célebres; 3) no leer sino lo que os guste, o según la frase de Shakespeare: “No se saca provecho de donde no se toma gusto; en una palabra, señor, estudiad lo que más os agrade”.
Montaigne dice que “los libros son un lánguido placer”; mas yo encuentro algunos libros que tienen vida y energía, que no dejan al lector como era antes; que cuando se cierra el libro es uno más rico. Nunca leería con gusto otros más que estos. Voy a aventurarme, aun a riesgo de citar algunos libros elementales, a enumerar los pocos que un lector superficial debe leer con provecho.
Entre los libros antiguos griegos, creo que hay cinco autores que no se pueden desdeñar: 1) Homero, que a despecho de Pope y de toda la oposición de los siglos cultos, tiene verdadera inspiración, y es muy adecuado para las inteligencias sencillas; es el verdadero germen de Grecia y ocupa en la historia un lugar que nadie puede suplir. Sostiene a través de toda la literatura que nuestra mejor historia es la poesía. Así es en el hebreo, en el sánscrito y en el griego. La historia de Inglaterra es mejor conocida a través de Shakespeare que a través de otro alguno; ¡cuánto mejor a través de Merlín y las baladas escocesas! La de Alemania a través de los Nibelungos; la de España a través del Cid. La mejor traducción de Homero, aunque es la más literal versión en prosa, es la de Jorge Chapman. 2) Herodoto, cuya historia contiene anécdotas de mucho mérito, aunque ha sido algo despreciada por algunos sabios; mas ha vuelto a reconquistar su puesto actualmente, en que no la encontramos desagradable y nos hemos convencido de que lo más célebre que hay en las historias son las anécdotas. 3) Esquilo, el mayor de los trágicos, que nos ha manifestado bajo un tenue velo la primera colonia de Europa. El Prometeo es un poema de la misma dignidad y finalidad que el Libro de Job o que el Edda. 4) Dudo al ponerme a hablar de Platón, porque no terminaría nunca. Se encuentra en él lo que ya se ha encontrado en Homero, pero madurado el pensamiento, el poeta convertido en un filósofo de más elevados y armoniosos raudales de armonía que alcanzó Homero, como si Homero fuera la juventud y Platón el hombre perfecto; pero con no menos seguridad y energía en el canto, cuando lo utiliza, y con arpegios arrancados de los más altos cielos. Encierra lo futuro, según viene del pasado. En Platón se explora la Europa moderna en sus causas y semillas, todo esto en pensamientos de los que contiene la historia de Europa y ha de contener. El hombre bien informado se encuentra anticipado. Platón avanza con él. Nada se le escapó. En él están todas las fértiles cosechas de la reforma, todas las digestiones frescas de la humanidad moderna. El sabio se verá también satisfecho si quiere ver los dos lados de la humanidad y la justicia hecha al hombre en el mundo, la despiadada exposición de los pedantes, y la supremacía de la verdad y de los sentimientos religiosos. ¿Por qué los jóvenes no han de ser educados en este libro? Esto bastaría para seguridad de la raza: el manifestar que lo conocen y que saben expresar sus razones. Aquí se encuentra lo que es tan atractivo para todos los hombres, lo que me atrevería a llamar la literatura de la aristocracia, la descripción de las mejores personas, sentimientos y modales por la mano del mejor maestro y de los mejores tiempos; retratos de Pericles, Alcibíades, Citro, Pródico, Protágoras, Anaxágoras y Sócrates con el hermoso fondo del paisaje ateniense y suburbano. ¿Quién puede apreciar debidamente las imágenes con que ha enriquecido las inteligencias de los hombres y que circulan como oro fino en el torrente de todas las naciones? Leed el Fedón, el Protágoras, el Fedro, el Timeo, la República y la Apología de Sócrates. 5) Plutarco no puede faltar en ninguna biblioteca, por pequeña que sea. Primero porque es de muy fácil lectura, lo que ya es bastante, y después porque es medicinal y vigorizador. Las Vidas de Cimón, Licurgo, Alejandro, Demóstenes, Foción, Marcelo y otros es lo mejor que contiene la historia. Este libro se mantiene siempre vivo y la opinión en que lo tiene el mundo se ha manifestado en innumerables ediciones baratas que le hacen tan accesible como un periódico. Las Morales de Plutarco, es un libro menos conocido y se edita raras veces. Mas los lectores para quienes escribo, lo deben tener en tanto aprecio como las Vidas; hallarán en él algunos estudios sobre el demonio de Sócrates, Isis y Osiris, sobre el progreso de la Virtud, sobre la garrulería, sobre el amor, y da nuevas gracias al arte de expresarse y al risueño dominio de los antiguos pensamientos. Plutarco encanta por la facilidad de sus asociaciones, de tal suerte que significa poco el decir que cuando abrís sus libros os encontráis sentados a la mesa del Olimpo. Su memoria se parece a los Juegos Ístmicos, donde se reunía todo lo que había de excelente en Grecia y os sentís estimulados y reformados por los versos líricos, por los sentimientos filosóficos, por las arrogantes formas y por la conducta de los héroes, por la adoración de los dioses, por el desfile de las jóvenes, por las coronas de mirto y de laurel, las carrozas, el ardor; los vasos sagrados y los instrumentos de sacrificio.
Una inapreciable trilogía de las antiguas descripciones sociales son los tres Banquetes, el de Platón, el de Jenofonte y el de Plutarco. Plutarco es el que tiene menos derecho a la fidelidad histórica; pero la reunión de los Siete Sabios es un encantador retrato de las costumbres y las conversaciones antiguas y es tan claro como la voz del pífano y tan entretenido como una novela francesa. La descripción de las costumbres atenienses que hace Jenofonte es una aclaración de la de Platón y completa los trazos de Sócrates, mientras que Platón tiene toda clase de méritos: es un resumen de los acontecimientos antiguos acerca del amor; una descripción de los banquetes de los sabios con no menos fuerza descriptiva que Aristófanes: y, por fin, contiene aquel irónico elogio de Sócrates, que es el molde en el cual se calcaron todas las descripciones de esta misma clase que circulan por Europa.
Naturalmente, es preciso conocer algunas líneas generales de la historia de Grecia para saber el marco que encuadra los personajes; pero la más corta historia es la mejor, y si no tiene un estómago para leerse los voluminosos anales de Mr. Grote, le basta el resumen popular de Goldsmith o de Gilles. La parte más valiosa es la de Pericles y la de la generación que le sigue inmediatamente. En ella debemos leer Las nubes de Aristófanes, y algunas otras cosas muy apreciables de este maestro, para saber andar por las calles de Atenas y para conocer la tiranía de Aristófanes, que exige más genio y algunas veces crueldad de la que corresponde a un jefe de oficiales. Aristófanes es actualmente muy accesible y de mucho valor en sus comentarios, después de los estudios de Mitchell y Cartwright. Un libro popular excelente es el de J. A. St. John Antigua Grecia; la Vida y cartas, de Niebuhr, aclaran el horizonte de las lecturas más que sus cartas; y Winckelmann, un griego nacido fuera de su tiempo, se ha hecho esencial para el conocimiento íntimo del genio ático. El secreto de las recientes historias en alemán y en inglés es el descubrimiento debido primero a Wolf y después a Boeckh, de que la más veraz historia de Grecia de este periodo debe sacarse de Demóstenes, especialmente de sus discursos sobre negocios, y de los poetas cómicos.
Si descendemos poco a poco y por pasos naturales desde el maestro a los discípulos, nos encontramos, seis o siete siglos más tarde, con los platónicos, que tampoco se pueden esquivar, Plotino, Porfirio, Proclo, Sinesio y Jámblico; de este último decía el emperador Juliano que “era posterior a Platón en tiempo, pero no en genio”. De Plotino tenemos elogios hechos por Porfirio y Longino, y el favor del emperador Galieno, que indican el respeto que infundían en sus contemporáneos. Si alguno que haya leído con gran interés el “Isis y Osiris” de Plutarco, leyera después el capítulo de Sinesio titulado “Providencia”, traducido al inglés por Tomás Taylor, vería que una de las majestuosas reminiscencias literarias, y como aquel que pasea por el más suntuoso de los templos, concebiría nueva gratitud para con estos hombres y nueva estimación de su nobleza. El sabio de grande imaginación encontrará pocos estimulantes para su cerebro como la lectura de esos escritores. Ha penetrado en los Campos Elíseos; y danzan y navegan ante sus ojos las extraordinarias y hermosas figuras de los dioses y los demonios, de los hombres demoniacos, de los dioses acuáticos, de los demonios de fulgentes ojos y todo el resto de la retórica platónica exaltada algún tanto bajo los ardientes rayos de un sol africano. El neófito se ha subido al trípode sobre la cueva de Delfos; su corazón late con violencia y su vista se inflama. Estos guías hablan de los dioses con tan profundos conocimientos y tan vivos detalles, que parece que se hallaron realmente presentes en las fiestas del Olimpo. Los lectores de tales libros traban nuevos conocimientos con su propia inteligencia, y ven abiertos nuevos horizontes a sus ideas. La vida de Pitágoras, y Jámblico, actúan más directamente sobre la voluntad que otras, ya que Pitágoras fue una persona eminentemente práctica, el fundador de una escuela de ascetas y socialistas, un colonizador, y de ninguna manera un hombre que se dedicase solo a los estudios abstractos.
Las respetables y algunas veces excelentes traducciones de la Librería de Bohn han realizado con respecto a la literatura lo que los ferrocarriles con respecto a las comunicaciones. Yo no tengo escrúpulo alguno en leer todos los libros que he citado y todos los buenos libros en traducciones. Lo que hay de mejor en cada libro es traducible siempre, cualquier idea profunda o cualquier amplio sentimiento humano. Pero comprendo que en nuestra Biblia y en otros libros de elevado tono moral es fácil e inevitable procurar el ritmo y la música del original en frases igualmente rítmicas. Los italianos tienen una frase irónica para los traductores, “i traduttori, traditori”, pero yo les doy las gracias. Rara vez leo un libro en latín, griego, alemán o italiano y muy pocas veces en francés, cuando puedo encontrar una buena traducción. Yo quiero ser agradecido al gran idioma inglés, que es el mar que recibe los tributados de toda la tierra: Así pensaría al atravesar a nado el Canal de Carlos para ir a Boston como el leer todos mis libros en sus originales lenguas, cuando ya me los han traducido a mi lengua materna.
Para conocer la historia de Roma tienen, los que por ello se interesen, una gran variedad de caminos. Si pueden leer a Tito Livio tienen en sus manos un buen libro; pero cualquiera de los más reducidos compendios, alguno de Goldsmith o de Ferguson, bastaría para colocar a cada una de las estrellas de Plutarco en el lugar que les corresponde dentro de este brillante círculo. El poeta Horacio es el ojo de la era de Augusto; Tácito, el más sabio de los historiadores; y Marcial puede facilitarle las costumbres romanas, algunas bien malas por cierto, en los primeros años del Imperio; mas a Marcial, si se le lee, se le debe leer en su propia lengua. Estos autores le conducirán a Gibbon, que los tomará bajo su protección, que los paseará por catorce siglos con grande abundancia de entretenidos datos y con detallada noticia de todas las cosas memorables que se encuentre en el camino. No se puede prescindir de Gibbon, hombre de gran acopio de lectura, de mucho ingenio e ilación de ideas, y aunque nunca es profundo, su obra es una de las conveniencias de la civilización como el ideado ferrocarril de Nueva York al Pacífico, y creo que este autor conducirá a sus lectores a las Memorias de sí mismo, a Los extractos de mi diario y a los Resúmenes de mis lecturas, que no dejarán de estimular al más indolente a que emule sus admirables producciones.
Habiendo ya traído con toda seguridad a nuestro hombre ocioso hasta la caída de Constantinopla, en 1453, está ya en buen camino, y aquí encuentra manos seguras y de absoluta confianza que esperan por él. Los hechos fundamentales de la historia europea se aprenden fácilmente. Ahí tiene el poema de Dante para darle a conocer las repúblicas italianas de la edad media; la Vita Nuova del mismo Dante para explicarles a Dante y Beatriz; un hombre grande para describir otro mayor. Para ayudarnos en estos conocimientos nos bastarán dos volúmenes de las Repúblicas Italianas por M. Sismondi. Al llegar a Miguel Ángel debemos leer sus Sonetos y sus Cartas, con su vida, por Vasari, y en nuestros tiempos por Mr. Dupa. Si queréis tener una idea clara, agradable y compendiada de la Iglesia y de las instituciones feudales leed las Edades medias de Mr. Hallam.
La vida del emperador Carlos V, por Robertson, es aún la llave que nos da acceso a la edad siguiente. Jiménez, Colón, Loyola, Lutero, Erasmo, Melanchton, Francisco I, Enrique VIII, Isabel y Enrique IV de Francia son sus contemporáneos. Es una era de semillas y expansiones cuyo fruto es nuestra civilización actual.
Si las relaciones de Inglaterra con las naciones europeas le llevan al campo británico, llega en el preciso momento en que la historia moderna toma nuevas proporciones. Puede mirar al pasado en las leyendas y la mitología por medio de Younger Edda, y el Heimskringla de Snorro Sturleson; en las Northern Antiquities, de Mallet, los Metrical Romances de Ellis, la Life of Alfred de Ansser, y el Venerable Beda y en las indagaciones de Sharon Turner y Palgrave. Hume le puede servir de muy inteligente guía; en la era de Isabel se encuentra en el más rico periodo de la inteligencia inglesa y con el hombre de más actividad e inteligencia que esa nación ha producido, y con un rico futuro ante sus ojos. Aquí se encuentra con Shakespeare, Spencer, Sidney, Raleigh, Bacon, Chapman, Johnson, Ford, Beaumont y Fletcher, Herbert Donne, Herrick; y Milton, Dryden y Marvell poco después.
En la lectura de la historia es preferible que lea la historia de los individuos. No se arrepentirá del tiempo que emplee en leer a Bacon, ni si lee El progreso de la cultura, los Ensayos, el Novum Organum, la Historia de Enrique VII y después todas las Cartas, especialmente las dirigidas al conde de Davonshire explicando los asuntos de Essex, y todo lo demás, menos los Apotegmas.
Este trabajo se complementa por la grande iluminación mutua que estos hombres arrojan unos sobre otros. Así las obras de Ben Jonson son una especie de lazo que une a todas estas finas personas y a la tierra a la cual pertenecen. Escribió versos a todos o acerca de todos sus contemporáneos; y con sus muchos poemas ocasionales, y los bocetos de retratos que hay en sus Descubrimientos y la relación de sus opiniones y sus charlas y sus conversaciones con Drummond de Hawthornden, ilustró la Inglaterra de su época, si no con la misma extensión al menos por el mismo camino que Walter Scott celebró las personas y los lugares de Escocia. También escriben sobre estos tiempos Walton, Chapman, Herrick y sir Henry Wotton.
Entre los mejores libros hay ciertas autobiografías, como las Confesiones de San Agustín, la Vida de Benvenuto Cellini, los Ensayos de Montaigne, las Memorias de Lord Herbert de Cherbury, las Memorias del Cardenal Retz, las Confesiones de Rousseau, el Diario de Linneo, las autobiografías de Gibbon, Hume, Franklin, Burns, Alfieri, Goethe y Haydon.
Otra clase de libros, muy ligados con estos, son los que pudiéramos llamar Charlas de Sobremesa; de los cuales los mejores son el Gulistan de Saadi, las Vidas de Aubrey, las Anécdotas de Spencer, las Charlas de mesa de Selden, la Vida de Johnson de Boswell, las Conversaciones con Goethe de Eckermann, y las Charlas de mesa de Coleridge.
Hay una clase de libros que yo designaría con el calificativo de favoritos: como las Crónicas de Froissart, la Crónica del Cid, de Southey; Cervantes, las Memorias de Sully, Rabelais, Montaigne, Izaak Walton, Evelyn, sir Thomas Browne, Aubrey, Sterne, Horace Walpole, lord Clarendon, doctor Johnson, Burke, que arroja torrentes de luz sobre sus tiempos; Lamb, Landor, y De Quincey. Toda esta lista se puede aumentar según el gusto y el capricho de cada uno. Hay personas que son tan tiernas e irritables como los amantes, tratándose de esta clase de predilecciones. No cabe duda de que la biblioteca de un hombre es una de sus más reservadas habitaciones; y he podido observar que los lectores más delicados tienen mucha prudencia en enseñar a los forasteros sus libros.
Los anales de la bibliografía nos ofrecen muchos ejemplos del entusiasmo rayano en el delirio a que puede conducir la exaltación por los libros, cuando el legítimo placer de poseer un libro se traslada a una edición rara o a un manuscrito. Esta manía alcanzó su más alto punto hacia principios del presente siglo; se dieron por un autógrafo de Shakespeare ciento cincuenta y cinco guineas. En mayo de 1812 se vendió la biblioteca del duque de Roxburghe. Según datos que resumimos en la narración de Dibdin, la venta duró cuarenta y dos días, y, entre muchas cosas raras, había un ejemplar de Boccaccio, publicado por Valdarfer en Venecia en 1471; era el único ejemplar completo de esta edición. Entre las personas distinguidas que estaban presentes en la venta se hallaban el duque de Devonshire, el conde Spencer y el duque de Marlboro, entonces marqués de Blandford. La subasta había llegado a quinientas guineas. “Mil guineas”, dijo el conde de Spencer; “diez más”, añadió el marqués. Se hizo un silencio sepulcral; todos los ojos estaban fijos en los competidores. Hablaron aparte, tomaron un pastel, hicieron una apuesta; pero sin la menor idea de someterse el uno al otro: “Dos mil libras”, dijo el marqués. El conde Spencer se condujo como un prudente general que no quiere derramar inútilmente la sangre ni desperdiciar la pólvora y esperó un cuarto de minuto, cuando lord Althorp se adelantó a largos pasos hacia su lado, como si quisiera llevar a su padre nuevos recursos para renovar la lucha. Padre e hijo hablaron en voz baja, y el conde Spencer exclamó: “Dos mil doscientas cincuenta libras”. Una corriente eléctrica circuló por toda la reunión. “Diez más”, añadió tranquilamente el marqués. Allí acabó la porfía. Evans levantó el martillo, esperó un momento; el instrumento de marfil rasgó el aire; y los espectadores quedaron mudos cuando vieron caer el martillo. El golpe de su caída repercutió hasta en las más lejanas orillas de Italia. Este martillazo resonó en las bibliotecas de Roma, Milán y Venecia. Boccaccio se agitó en su sueño de quinientos años, y M. Van Praet revolvió en vano todos los escondrijos reales de París para descubrir otro ejemplar del famoso Boccaccio de Valdarfer.
Distingo otra clase de libros con la denominación de Vocabularios. La anatomía de la melancolía, de Burton, es un libro que encierra gran instrucción. El leerlo es lo mismo que leer un diccionario. Es un inventario que nos recuerda cuántas clases y especies de hechos existen y para observar cuán múltiples y variados caminos ha recorrido la instrucción para deducir nuestra opulencia. El mismo diccionario no es un libro malo para leer. No hay en él nada inútil, ni exceso de ampliación, está lleno de atractivo; es la materia prima de posibles poemas e historias. No se necesita en él más que un poco de tramoya, de elección, de unión y de cartílago. Entre cien ejemplares, se puede citar Sobre la vanidad de las artes y las ciencias, de Cornelio Agripa, una especie de compendio universal destinado a saciar la glotonería de los lectores de aquellos tiempos. Como los modernos alemanes, ellos leían una literatura mientras los demás mortales leen algunos libros. Leían con voracidad y necesitaban desembarazarse a sí mismos; y tomaban un asunto general, como la melancolía, el orgullo de la ciencia, la alabanza de la locura, y escribían y anotaban sin método ni fin. De cuando en cuando, de la afluencia de sus conocimientos brota alguna frase delicada de Teofrasto, o Séneca, o Boecio; pero ningún método elevado o influencia alguna inspiradora. Mas no vale la pena leerlos por unas cuantas sentencias; solo son buenos como manantiales de palabras sugestivas.
Hay otra clase de libros más necesarios en la edad presente, porque las corrientes ordinarias marchan ahora en otra dirección, y nos dejan secos en este punto; me refiero a la imaginativa. Un metafísico equilibrado tiene siempre que hacer justicia a las fuerzas: de la imaginación, el conocimiento, la inteligencia y la voluntad. La poesía con sus auxiliares de la mitología y las leyendas, debe de aceptarse con gusto por cualquier persona de imaginación. Los hombres están siempre deslizándose hacia las costumbres bajas, donde todo lo que no es cálculo, es decir, lo que no sirve para el animal tiránico, se aparta de la vista. Nuestros oradores y escritores padecen la misma pobreza, y en este rastro no se encuentran ni la imaginación, que es la gran fuerza despertadora; ni la moral, que es la creadora del genio y de los hombres. Pero aunque el orador y el poeta pertenezcan a estos hambrientos, las capacidades permanecen. Necesitamos tener símbolos. El niño os pide una historia, y os agradece la más pobre; no es pobre para él, sino llena de significación. El hombre pide una novela, o sea, desea vivir, durante algunas horas, quiere ser un poeta y pintar las cosas como debieran ser. La juventud solicita un poema. Los muy torpes desean ir al teatro. ¡Qué cielos más hermosos no les podemos abrir facilitándoles a todos la sugestión de una rica música! Necesitamos tener idolatrías, mitologías, algún poder creador replegado y sujeto, que algunas veces arrastra a la criaturas ardientes a la insania y al crimen, si no encuentra una válvula de seguridad. Sin la grandes y magníficas artes que hablan al sentido de la belleza, el hombre me parece una pobre, desnuda y temblorosa criatura. Estas son las vestiduras que le cubren y le engalanan. Mientras la prudencia y el económico tono de la sociedad agotan la imaginación, la naturaleza afrentada se indemniza como puede. La novela es el alimento y la alegría que encuentra la imaginación. Todo lo demás lo sujeta al suelo; de ahí que los hombres vuelvan a resarcirse a Byron, Scott, Disraeli, Dumas, Sand, Balzac, Dickens, Thackeray y Reade. La educación se abandona; pero las bibliotecas circulantes y el teatro, lo mismo que la pesca y las excursiones por montes y paisajes, hacen todas las enmiendas que pueden.
La imaginación infunde cierta agilidad y embriaguez; tiene una flauta que pone en movimiento todos los átomos, lo mismo que si fueran planetas, y una vez libertados, todo el hombre se siente como empapado en la música y jamás vuelve a retroceder a su primer estado de inercia pétrea.
Pero, ¿qué es la imaginación? Solo un brazo o un arma de la energía interior; solo el precursor de la razón. Y los libros que tratan de las antiguas pedanterías del mundo, de nuestros tiempos, lugares, profesiones, costumbres, opiniones e historias con cierta libertad y distribuyen las cosas, no según los usos de América y de Europa, sino conforme a las leyes de la recta razón, y con la osada libertad que tenemos en nuestros ensueños, nos colocan en nuestro debido lugar, nos habilitan para formar juicios originales sobre nuestras obligaciones y nos sugieren nuevos pensamientos para lo porvenir.
Lucrezia Floriani, Le Péché de M. Antoine, Jeanne, de Jorge Sand, son grandes avances de una novela que todos leímos hace veinte años. Y no obstante, ¡cuán distante se halla aún hoy la novela de la vida y de sus costumbres y modalidades! La vida permanece aún muda a nuestro lado; no se ha encontrado una lengua que cante el día tal y como le conocemos. Esas narraciones son respecto a los incidentes de la vida real lo que las figuras en La Belle Assamblée, que representan la moda del mes, son a los retratos. Mas llegará un día en que la novela encuentre medio de penetrar a fondo en nuestro interior y no será siempre una mera novela de costumbres. No la considero ineficaz actualmente. Tanto leer novelas, no dejará de hacer su efecto en los jóvenes, e indudablemente presta cierta dignidad ideal a los tiempos presentes. Los jóvenes pueden aprender un noble comportamiento; y como el actor en Consuelo insiste en que él y sus compañeros de a bordo han enseñado a los príncipes la fina etiqueta y los rasgos de gracia y dignidad que ellos practican con tanto efecto en sus casas y entre sus dependientes, del mismo modo veo con frecuencia reminiscencias de la novela francesa y escocesa en la cortesía y elegancia de los jóvenes guardias marinos, estudiantes y oficinistas. Realmente, cuando uno observa lo mal que se conduce la gente en sus amores y querellas, comprende que es una lástima que no hayan leído más novelas para empaparse en las finas generosidades y en la noble y decidida conducta que tan bien sientan en las uniones y separaciones que realiza el amor, lo mismo bajo los techos de ripia que en los palacios y entre las gentes ilustres.
Las más serias cuestiones están empezando ahora a discutirse en las novelas. ¿Qué es lo que constituye la popularidad de Jane Eyre sino el que de algún modo se ha contestado a una cuestión fundamental? La cuestión allí contestada con respecto a mi casamiento vicioso debe ser tratada siempre en conformidad con las costumbres de las partes. Una persona de un individualismo imperante la contestará como hace Rochester, como hacen Cleopatra, Milton, Jorge Sand: exaltando la excepción dentro de la regla, achicando al mundo, dentro de la excepción. Una persona de menos energía, o sea, de menos constitución, la contestará como hace la heroína, abriendo paso a la fatalidad, al convencionalismo, al modo de proceder actual de los hombres y las mujeres.
En la mayoría de los casos, nuestra lectura de las novelas nos trae un gran apasionamiento por los resultados. Admiramos los parques, las bellezas de alta alcurnia y el homenaje que se rinde en los salones y los parlamentos. Nos llegan a hacer escépticos, dando la preeminencia a las riquezas y a la posición social.
Recuerdo cuando los ojos avizores de los muchachos descubrían que las naranjas que pendían de las ramas del naranjo en un hermoso pórtico estaban atadas a la rama por medio de una cuerda. Me temo que suceda lo mismo con las prosperidades del novelista. La naturaleza tiene el poder mágico de adaptar el hombre a su fortuna, haciendo que esta sea el fruto de su carácter. Pero el novelista toma aquí un suceso y allá una fortuna y los ata fuertemente a sus figuras para exaltar la indagación de sus oyentes con un suceso emocionante o para espantarla con los choques de la tragedia. De aquí que el conjunto venga a ser un juego de manos. Somos ilusionados con la hilaridad o admirados con proezas que suceden raras veces y que se combinan con los actos ordinarios de la vida. No hay elemento nuevo, ni hay energía, no hay progreso. No es más que repostería; no se ve una nueva cosecha. La pobreza de sus invenciones es verdaderamente grande; se reduce a decir que “Ella era hermosa; y él se enamoró de ella”; al dinero, al asesinato, al judío errante, a las infidelidades amorosas…, estos son los recursos. Nuevos nombres, mas nunca nuevas cualidades en los hombres y en las mujeres. De aquí el vano esfuerzo de retener siquiera una pepita de este fino oro que se desliza como un torrente de nuestras manos. Se levantan miles de pensamientos; las irisaciones del arco iris parece que cubren los cielos; una mañana entre los montes, etc., etc., pero cerramos el libro y por la noche no queda ni memoria de él.
Esta pasión por la leyenda y esta desilusión nos demuestran cuán necesarias son las elevaciones reales y la pura poesía, que nos demuestren en el día y en la noche, en las estrellas y los montes, y en todas las condiciones y las circunstancias de los hombres la analogía que todo esto tiene con nuestros pensamientos y que la impresión que en nosotros hace un buen libro se parezca a la que nos produce la naturaleza.
Si nuestra época es estéril en genios, debemos animarnos con libros de hombres ricos y creyentes que tienen atmósfera y amplitud en torno suyo. Cualquier buena fábula, cualquier clase de mitología, cualquier pasaje amoroso y aun filosófico y científico, cuando proceden de una inteligencia madura, tienen siempre elemento imaginario. Las fábulas griegas, las historias persas, Firdusi, el Younger Edda de los escandinavos, las Crónicas del Cid, el poema de Dante, los sonetos de Miguel Ángel, los dramas ingleses de Shakespeare, Beaumont y Fletcher y Ford, e incluso la prosa de Bacon y de Milton; y en nuestro tiempo las Odas de Wordsworth y los poemas y la prosa de Goethe, tienen esta riqueza y abren amplio campo a las esperanzas y las nobles aspiraciones.
Ya no me queda apenas espacio, y a pesar de ello no debiera de haber empezado ni puedo terminar sin citar una clase de libros que son los mejores: me refiero a las Biblias del mundo, a los sagrados libros de cada nación, que compendian los sublimes resultados de cada una de ellas. Después de las Escrituras hebreas y griegas, que constituyen los libros sagrados de la cristiandad, tenemos los libros de los persas y los oráculos de Zoroastro; los Vedas y las Leyes de Manú, los puranas de los indios, los libros de los budistas, los cuatro libros de los Clásicos chinos que encierran la sabiduría de Confucio y de Mencio. Existen además otros libros que han adquirido en el mundo una autoridad casi canónica y que expresan los más altos sentimientos y las más elevadas esperanzas de las naciones; como son el Hermes Trimegisto, que se cree encierra los recuerdos egipcios; las Sentencias, de Epicteto, y las de Marco Aurelio; el Vishnú Sarma de los indios, el Gulistan de Saadi; la Imitación de Cristo, de Tomás Kempis, y los Pensamientos de Pascal.
Todos estos libros encierran la mayestática expresión de la conciencia universal y sirven más para nuestro diario propósito que la hoja del calendario o el periódico del día. Pero no son para ser leídos en el gabinete y de rodillas. Sus comunicaciones no están hechas para ser tomadas con los labios o con la punta de la lengua, sino para ser meditadas con el rostro encendido y el corazón emocionado. La amistad es la que da y toma, la soledad es la que cría y madura, los héroes son quienes lo ejecutan. Estos libros no se deben considerar como páginas meramente escritas, sino como caracteres vivos y que se pueden traducir a toda clase de lenguas y formas de vida. Yo los leo en las plantas y en las piedras; los observo en las ondas de la playa; vuelan en los pájaros, se arrastran en los gusanos; y los hallo entre las risas y el brillo que despiden los ojos de las personas. Estas son las escrituras que los misioneros pueden llevar a las praderas, a los desiertos, a los océanos, a Siberia, al Japón, a Timbuctoo. Verán que el espíritu que anima a los libros corre más que ellos, se les adelanta, y cuando ellos llegan ya está allá para saludarlos. El misionero debe dejarse arrastrar por él y encontrarlo allá; de lo contrario, camina inútilmente. ¿Hay algo de geografía en estas cosas? Las llamamos asiáticas, las llamamos primitivas; pero quizá esto no es más que una ilusión de óptica, pues la naturaleza es siempre igual a sí misma y hay ahora tan buenos pares de ojos y de oídos en el mundo como los hubo antes. Estas manifestaciones del alma se revelaron una o muy pocas veces y a largos intervalos, y se necesita que transcurra mucho tiempo para hacer una Biblia.
Estas son algunas de las obras que nos aportan los tiempos antiguos y modernos y que recompensan bien el tiempo que se emplee en leerlas. Si comparamos el número de los buenos libros con la cortedad de la vida muchos debieran ser leídos por medio de un delegado, si es que hubiera muchos delegados hábiles para ello; y estaría muy en su punto que los jóvenes sinceros adoptasen el método del Instituto francés y de la Asociación británica, y los mismo que ellos dividen todos los trabajos en secciones para que cada cual haga el estudio y presente el informe de las materias que le confían, así se pudieran asociar los estudiantes con personas en quienes se pueda confiar formando un club literario en el que cada uno tome a su cargo una obra o una serie para la que esté preparado. Por ejemplo: ¡cuán atractiva es toda la literatura del Romance de la rosa, de la leyenda y de la gaya ciencia de los trovadores franceses! ¿Y quién tiene en Boston tiempo para leerlo todo? Mas uno cualquiera de la reunión pudiera acometer esta empresa, estudiar esta materia y dominarla, hacer un resumen de ella como bajo juramento; y darnos el resultado sincero, tal y como lo tiene en la inteligencia, sin añadir ni quitar nada. Otro miembro pudiera a la vez estudiar honradamente y darnos un resumen de la mitología británica, de la Tabla Redonda, de las historias de Brut y de Merlín, y de la poesía de Welsh; un tercero de las Crónicas sajonas, de Roberto de Gloucester y de Guillermo de Malmesbury; un cuarto sobre los misioneros, el drama primitivo, la Gesta Romanorum, Colier, y Dice, etc. Cada cual nos aportaría sus pepitas de oro ya lavadas; y los demás decidirían qué libro les era más indispensable.
Tomado de Ensayos (sin datos del traductor), Editorial Porrúa, México, 1990.
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