¿Qué modo de funcionamiento es éste del logos en la poesía, en que la razón no coincide ya con la palabra? ¿Cómo es posible que la palabra se descarríe así de su sendero, para ir a parar en lo contrario de su propia esencia? La palabra poética funciona fuera de la razón y del ser, según la condenación platónica.
A pesar de que en algunos mortales afortunados, poesía y pensamiento hayan podido darse al mismo tiempo y paralelamente, a pesar de que en otros más afortunados todavía, poesía y pensamiento hayan podido trabarse en una sola forma expresiva, la verdad es que pensamiento y poesía se enfrentan con toda gravedad a lo largo de nuestra cultura. Cada una de ellas quiere para sí eternamente el alma donde anida. Y su doble tirón puede ser la causa de algunas vocaciones malogradas y de mucha angustia sin término anegada en la esterilidad.
Pero hay otro motivo más decisivo de que no podamos abandonar el tema y es que hoy poesía y pensamiento se nos aparecen como dos formas insuficientes; y se nos antojan dos mitades del hombre: el filósofo y el poeta. No se encuentra el hombre entero en la filosofía; no se encuentra la totalidad de lo humano en la poesía. En la poesía encontramos directamente al hombre concreto, individual. En la filosofía al hombre en su historia universal, en su querer ser. La poesía es encuentro, don, hallazgo por gracia. La filosofía busca, requerimiento guiado por un método.
Es en Platón donde encontramos entablada la lucha con todo su vigor, entre las dos formas de la palabra, resuelta triunfalmente para el logos del pensamiento filosófico, decidiéndose lo que pudiéramos llamar “la condenación de la poesía”; inaugurándose en el mundo de occidente, la vida azarosa y como al margen de la ley, de la poesía, su caminar por estrechos senderos, su andar errabundo y a ratos extraviado, su locura creciente, su maldición. Desde que el pensamiento consumó su “toma de poder”, la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada diciendo a voz en grito todas las verdades inconvenientes; terriblemente indiscreta y en rebeldía. Porque los filósofos no han gobernado aún ninguna república, la razón por ellos establecida ha ejercido un imperio decisivo en el conocimiento, y aquello que no era radicalmente racional, con curiosas alternativas, o ha sufrido su fascinación, o se ha alzado en rebeldía.
No tratamos de hacer aquí la historia de estas alternativas, aunque ya sería de gran necesidad, sobre todo estudiando sus íntimas conexiones con el resto de los fenómenos que imprimen carácter a una época. Antes de acometer tal empresa vale más esclarecer el fondo del dramático conflicto que motiva tales cambios; vale más atender a la lucha que existe entre filosofía y poesía y definir un poco los términos del conflicto en que un ser necesitado de ambas se debate. Vale, sí, la pena manifestar la razón de la doble necesidad irrenunciable de poesía y de pensamiento y el horizonte que se vislumbra como salida del conflicto. Horizonte que de no ser una alucinación nacida de una singular avidez, de un obstinado amor que sueña una reconciliación más allá de la disparidad actual, sería sencillamente la salida a un mundo nuevo de vida y conocimiento.
“En el principio era el verbo”, el logos, la palabra creadora y ordenadora, que pone en movimiento y legisla. Con estas palabras, la más pura razón cristiana viene a engarzarse con la razón filosófica griega. La venida a la tierra de una criatura que llevaba en su naturaleza una contradicción extrema, impensable, de ser a la vez divino y humano, no detuvo con su divino absurdo el camino del logos platónico-aristotélico, no rompió con la fuerza de la razón, con su primacía. A pesar de la “locura de la sabiduría” flagelante de San Pablo, la razón como última raíz del universo seguía en pie. Algo nuevo sin embargo había advenido: la razón, el logos era creador, frente al abismo de la nada; era la palabra de quien lo podía todo hablando. Y el logos quedaba situado más allá del hombre y más allá de la naturaleza, más allá del ser y de la nada. Era el principio más allá de todo lo principiado.
¿Qué raíz tienen en nosotros pensamiento y poesía? No queremos de momento definirlas, sino hallar la necesidad, la extrema necesidad que vienen a colmar las dos formas de la palabra. ¿A qué amor menesteroso vienen a dar satisfacción? ¿Y cuál de las dos necesidades es la más profunda, la nacida en zonas más hondas de la vida humana? ¿Cuál la más imprescindible?
Si el pensamiento nació de la admiración solamente, según nos dicen textos venerables¹, no se explica con facilidad que fuera tan prontamente a plasmarse en forma de filosofía sistemática; ni tampoco haya sido una de sus mejores virtudes la de la abstracción, esa idealidad conseguida en la mirada, sí, más un género de mirada que ha dejado de ver las cosas. Porque la admiración que nos produce la generosa existencia de la vida en torno nuestro no permite tan rápido desprendimiento de las múltiples maravillas que la suscitan. Y al igual que la vida, esta admiración es infinita, insaciable y no quiere decretar su propia muerte.
Pero, encontramos en otro texto venerable —más venerable por su triple aureola de la filosofía, la poesía y… la “Revelación”—, otra raíz de donde nace la filosofía: se trata del pasaje del libro VII de La República, en que Platón presenta el “mito de la caverna”. La fuerza que origina la filosofía allí es la violencia. Y ahora ya, sí, admiración y violencia juntas como fuerzas contrarias que no se destruyen, nos explican ese primer momento filosófico en el que encontramos ya una dualidad y, tal vez, el conflicto originario de la filosofía: el ser primeramente pasmo extático ante las cosas y el violentarse en seguida para liberarse de ellas. Diríase que el pensamiento no toma la cosa que ante sí tiene más que como pretexto y que su primitivo pasmo se ve en seguida negado y quién sabe si traicionado, por esta prisa de lanzarse a otras regiones, que le hacen romper su naciente éxtasis. La filosofía es un éxtasis fracasado por un desgarramiento. ¿Qué fuerza es ésa que la desgarra? ¿Por qué la violencia, la prisa, el ímpetu de desprendimiento?
Y así vemos ya más claramente la condición de la filosofía: admiración, sí, pasmo ante lo inmediato, para arrancarse violentamente de ello y lanzarse a otra cosa, a una cosa que hay que buscar y perseguir, que no se nos da, que no regala su presencia. Y aquí empieza ya el afanoso camino, el esfuerzo metódico por esta captura de algo que no tenemos, y necesitamos tener, con tanto rigor, que nos hace arrancarnos de aquello que tenemos ya sin haberlo perseguido.
Con esto solamente sin señalar por el momento cuál sea el origen y significación de la violencia, ya es suficiente para que ciertos seres de aquéllos que quedaron prendidos en la admiración originaria, en el primitivo zaumasein no se resignen ante el nuevo giro, no acepten el camino de la violencia. Algunos de los que sintieron su vida suspendida, su vista enredada en la hoja o en el agua, no pudieron pasar al segundo momento en que la violencia interior hace cerrar los ojos buscando otra hoja y otra agua más verdaderas. No, no todos fueron por el camino de la verdad trabajosa y quedaron aferrados a lo presente e inmediato, a lo que regala su presencia y dona su figura, a lo que tiembla de tan cercano; ellos no sintieron violencia alguna o quizá no sintieron esa forma de violencia, no se lanzaron a buscar el trasunto ideal, ni se dispusieron a subir con esfuerzo el camino que lleva del simple encuentro con lo inmediato hasta aquello permanente, idéntico, Idea. Fieles a las cosas, fieles a su primitiva admiración extática, no se decidieron jamás a desgarrarla; no pudieron, porque la cosa misma se había fijado ya en ellos, estaba impresa en su interior. Lo que el filósofo perseguía lo tenía ya dentro de sí en cierto modo, el poeta; de cierto modo, sí, de qué diferente manera.
¿Cuál era esta diferente manera de tener ya la cosa, que hacía justamente que no pudiera nacer la violencia filosófica?, ¿y que sí producía por el contrario, un género especial de desasosiego y una plenitud inquietante, casi aterradora? ¿Cuál era este poseer dulce e inquieto que calma y no basta? Sabemos que se llamó poesía y ¿quién sabe si algún otro nombre borrado? Y desde entonces el mundo se dividiera, surcado por dos caminos. El camino de la filosofía, en el que el filósofo impulsado por el violento amor a lo que buscaba abandonó la superficie del mundo, la generosa inmediatez de la vida, basando su ulterior posesión total, en una primera renuncia. El ascetismo había sido descubierto como instrumento de este género de saber ambicioso. La vida, las cosas, serían exprimidas de una manera implacable; casi cruel. El pasmo primero será convertido en persistente interrogación; la inquisición del intelecto ha comenzado su propio martirio y también el de la vida.
El otro camino es el del poeta. El poeta no renunciaba ni apenas buscaba, porque tenía. Tenía por lo pronto lo que ante sí, ante sus ojos, oídos y tacto, aparecía; tenía lo que miraba y escuchaba, lo que tocaba, pero también lo que aparecía en sus sueños, y sus propios fantasmas interiores mezclados en tal forma con los otros, con los que vagaban fuera, que juntos formaban un mundo abierto donde todo era posible. Los límites se alteraban de tal modo que acababa por no haberlos. Los límites de lo que descubre el filósofo, en cambio, se van precisando y distinguiendo de tal manera que se ha formado ya un mundo con su orden y perspectiva, donde ya existe el principio y lo “principiado”; la forma y lo que está bajo ella.
El camino de la filosofía es el más claro, el más seguro; la Filosofía ha vencido en el conocimiento pues que ha conquistado algo firme, algo tan verdadero, compacto e independiente que es absoluto, que en nada se apoya y todo viene a apoyarse en él. La aspereza del camino y la renuncia ascética ha sido largamente compensada.
En Platón el pensamiento, la violencia por la verdad, ha reñido tan tremenda batalla como la poesía; se siente su fragor en innumerables pasajes de sus diálogos, diálogos dramáticos donde luchan las ideas, y bajo ellas otras luchas aún mayores se adivinan. La mayor quizá es la de haberse decidido por la filosofía quien parecía haber nacido para la poesía. Y tan es así, que en cada diálogo pasa siquiera rozándola, comprobando su razón, su justicia, su fortaleza. Mas también es ostensible, que en los pasajes más decisivos, cuando parece agotado ya el camino de la dialéctica y como un más allá de las razones, irrumpe el mito poético. Así, en la República, en el Banquete, en el Fedón… de tal manera que al acabar la lectura de este último, el más sobrecogedor y dramático de todos, nos queda la duda acerca de la íntima verdad de Sócrates. Y la idea del maestro callejero, su vocación de pensador trotacalles, vacila. ¿Cuál era su íntimo saber, cuál la fuente de su sabiduría, cuál la fuerza que mantuvo tan bella y clara su vida? El que dice que “la filosofía es una preparación para la muerte”, abandona la filosofía al llegar a sus umbrales y pisándolos ya casi, hace poesía y burla. ¿Es que la verdad era otra? ¿Tocaba ya alguna verdad más allá de la filosofía, una verdad que solamente podía ser revelada por la belleza poética; una verdad que no puede ser demostrada, sino sólo sugerida por ese más que expande el misterio de la belleza sobre las razones? ¿O es que las verdades últimas de la vida, las de la muerte y el amor, son aunque perseguidas halladas al fin, por donación, por hallazgo venturoso, por lo que después se llamara “gracia” y que ya en griego lleva su hermoso nombre, jaries, carites?
En todo caso Sócrates con su misterioso “demonio” interior y su clara muerte, y Platón con su filosofía, parecen sugerir que un pensar puro, sin mezcla poética alguna, no había hecho sino empezar. Y lo que pudiera ser una “pura” filosofía no contaba aún con fuerzas suficientes para abordar los temas más decisivos, que a un hombre alerta de su tiempo se le presentaban.
La poesía perseguía, entre tanto, la multiplicidad desdeñada, la menospreciada heterogeneidad. El poeta enamorado de las cosas se apega a ellas, a cada una de ellas y las sigue a través del laberinto del tiempo, del cambio, sin poder renunciar a nada: ni a una criatura ni a un instante de esa criatura, ni a una partícula de la atmósfera que la envuelve, ni a un matiz de la sombra que arroja, ni del perfume que expande, ni del fantasma que ya en ausencia suscita. ¿Es que acaso al poeta no le importa la unidad? ¿Es que se queda apegado vagabundamente —inmoralmente— a la multiplicidad aparente, por desgana y pereza, por falta de ímpetu ascético para perseguir esa amada del filósofo: la unidad?
Con esto tocamos el punto más delicado quizá de todos: el que proviene de la consideración “unidad-heterogeneidad”. Hemos apuntado en las líneas que anteceden, las divergencias del camino al dirigirse el filósofo hacia el ser oculto tras las apariencias, y al quedarse el poeta sumido en estas apariencias. El ser había sido definido con unidad ante todo, por eso estaba oculto, y esa unidad era sin duda, el imán suscitador de la violencia filosófica. Las apariencias se destruyen unas a otras, están en perpetua guerra, quien vive en ellas, perece. Es preciso “salvarse de las apariencias”, primero, y salvar después las apariencias mismas: resolverlas, volverlas coherentes con esa invisible unidad. Y quien ha alcanzado la unidad ha alcanzado también todas las cosas que son, pues en cuanto que son participan de ella o en cuanto que son, son unas. Quien tiene pues la unidad lo tiene todo. ¿Cómo no explicarse la urgencia del filósofo, la violencia terrible que le hace romper las cadenas que le amarran a la tierra y a sus compañeros; qué ruptura no estaría justificada por esta esperanza de poseerlo todo, todo? Si Platón nos resulta tan seductor en el “Mito de la Caverna” es, ni más ni menos, porque en él nos descubre la esperanza de la filosofía, la esperanza que es la justificación última, total. La esperanza de la filosofía, mostrándonos que la tiene, pues religión, poesía y hasta esa forma especial de la poesía que es la tragedia son formas de la esperanza, mientras la filosofía queda desesperanzada, desolada más bien. Y no han hecho, tal vez, otra cosa los más altos filósofos; al final de sus cadenas de razones hechas para romper las cadenas del mundo y de la naturaleza, hay algo que las rompe a ellas también y que se llama a veces vida teorética, a veces “amor del intelectualis”, a veces “autonomía de la persona humana”.
Hay que salvarse de las apariencias, dice el filósofo, por la unidad, mientras el poeta se queda adherido a ellas, a las seductoras apariencias. ¿Cómo puede, si es hombre, vivir tan disperso?
Asombrado y disperso es el corazón del poeta —“mi corazón latía, atónito y disperso”—². No cabe duda de que este primer momento de asombro, se prolonga mucho en el poeta, pero no nos engañemos creyendo que es su estado permanente del que no puede salir. No, la poesía tiene también su vuelo; tiene también su unidad, su trasmundo.
De no tener vuelo el poeta, no habría poesía, no habría palabra. Toda palabra requiere un alejamiento de la realidad a la que se refiere; toda palabra es también, una liberación de quien la dice. Quien habla aunque sea de las apariencias, no es del todo esclavo; quien habla, aunque sea de la más abigarrada multiplicidad, ya ha alcanzado alguna suerte de unidad, pues que embebido en el puro pasmo, prendido a lo que cambia y fluye, no acertaría a decir nada, aunque este decir sea un cantar.
Y ya hemos mentado algo afín, muy afín de la poesía, pues que anduvieron mucho tiempo juntas, la música. Y en la música es donde más suavemente resplandece la unidad. Cada pieza de música es una unidad y sin embargo sólo está compuesta de fugaces instantes. No ha necesitado el músico echar mano de un ser oculto e idéntico a sí mismo, para alcanzar la transparente e indestructible unidad de sus armonías. No es la misma sin duda, la unidad del ser a que aspira el filósofo a esta unidad asequible que alcanza la música. Por el pronto esta unidad de la música está ya ahí realizada, es una unidad de creación; con lo disperso y pasajero se ha construido algo uno, eterno. Así el poeta, en su poema crea una unidad con la palabra, esas palabras que tratan de apresar lo más tenue, lo más alado, lo más distinto de cada cosa, de cada instante. El poema es ya la unidad no oculta, sino presente; la unidad realizada, diríamos encarnada. El poeta no ejerció violencia alguna sobre las heterogéneas apariencias y sin violencia alguna también logró la unidad. Al igual que la multiplicidad primero, le fue donada, graciosamente, por obra de las carites.
Pero hay, por el pronto, una diferencia; así como el filósofo si alcanzara la unidad del ser, sería una unidad absoluta, sin mezcla de multiplicidad alguna, la unidad lograda del poeta en el poema es siempre incompleta; y el poeta lo sabe y ahí está su humildad: en conformarse con su frágil unidad lograda. De ahí ese temblor que queda tras de todo buen poema y esa perspectiva ilimitada, estela que deja toda poesía tras de sí y que nos lleva tras ella; ese espacio abierto que rodea a toda poesía. Pero aun esta unidad lograda aunque completa, parece siempre gratuita en oposición a la unidad filosófica tan ahincadamente perseguida.
El filósofo quiere lo uno, porque lo quiere todo, hemos dicho. Y el poeta no quiere propiamente todo, porque teme que en este todo no esté en efecto cada una de las cosas y sus matices; el poeta quiere una, cada una de las cosas sin restricción, sin abstracción ni renuncia alguna. Quiere un todo desde el cual se posea cada cosa, mas no entendiendo por cosa esa unidad hecha de sustracciones. La cosa del poeta no es jamás la cosa conceptual del pensamiento, sino la cosa complejísima y real, la cosa fantasmagórica y soñada, la inventada, la que hubo y la que no habrá jamás. Quiere la realidad, pero la realidad poética no es sólo la que hay, la que es; sino la que no es; abarca el ser y el no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser, hasta lo que no ha podido ser jamás. El poeta saca de la humillación del no ser a lo que en él gime, saca de la nada a la nada misma y le da nombre y rostro. El poeta no se afana para que de las cosas que hay, unas sean, y otras no lleguen a este privilegio, sino que trabaja para que todo lo que hay y lo que no hay, llegue a ser. El poeta no teme a la nada.
Aparición, presencia que tiene su trasmundo en que apoyarse. La matemática sostiene al canto. ¿No tendrá la poesía también su trasmundo, su más allá en que apoyarse, su matemática?
Así es, sin duda: el poeta alcanza su unidad en el poema más pronto que el filósofo. La unidad de la poesía baja en seguida a encarnarse en el poema y por ello se consume aprisa. La comunicación entre el logos poético y la poesía concreta y viva es más rápida y más frecuente; el logos de la poesía es de un consumo inmediato, cotidiano; desciende a diario sobre la vida, tan a diario, que, a veces, se la confunde con ella. Es el logos que se presta a ser devorado, consumido; es el logos disperso de la misericordia que va a quien la necesita, a todos los que lo necesitan. Mientras que el de la filosofía es inmóvil, no desciende y sólo es asequible a quien puede alcanzarlo por sus pasos.
“Todos los hombres tienen por naturaleza deseo de saber”, dice Aristóteles al comienzo de su Metafísica, justificando así de antemano este “saber que se busca”. Mas, pasando por alto que en efecto todos los hombres necesiten este saber, se presenta en seguida la pregunta en que pedimos cuenta a la filosofía. ¿Cómo si todos te necesitan, tan pocos son los que te alcanzan?
¿Es que alguna vez la Filosofía ha sido a todos, es que en algún tiempo el logos ha amparado la endeble vida de cada hombre? Si hemos de hacer caso de lo que dicen los propios filósofos, sin duda que no, mas es posible que más allá de ellos mismos, haya sido en alguna dimensión, en alguna manera. En alguna manera, en algo sin duda muy vivo y muy valioso que ahora cuando aparece destruido —con inconsciente despreocupación de algunos “filósofos” a quienes parece dejar indiferente el que la filosofía sirva ahora—, cuando vemos su vacío en la vida del hombre, es cuando más nos damos cuenta.
Pero, con la poesía, en cambio, no cabe esta cuestión. La poesía humildemente no se planteó a sí misma, no se estableció a sí misma, no comenzó diciendo que todos los hombres naturalmente necesitan de ella. Y es una y es distinta para cada uno. Su unidad es tan elástica, tan coherente que puede plegarse, ensancharse y casi desaparecer; desciende hasta su carne y su sangre, hasta su sueño.
Por eso la unidad a que el poeta aspira está tan lejos de la unidad hacia la que se lanza el filósofo. El filósofo quiere lo uno, sin más, por encima de todo.
Y es porque el poeta no cree en la verdad, en esa verdad que presupone que hay cosas que son y cosas que no son y en la correspondencia verdad y engaño. Para el poeta no hay engaño, sino es el único de excluir por mentirosas ciertas palabras. De ahí que frente a un hombre de pensamiento el poeta produzca la impresión primera de ser un escéptico. Mas, no es así: ningún poeta puede ser escéptico, ama la verdad, mas no la verdad excluyente, no la verdad imperativa, electora, seleccionadora de aquello que va a erigirse en dueño de todo lo demás, de todo. ¿Y no se habrá querido para eso el todo: para poder ser poseído, abarcado, dominado? Algunos indicios hay de ello.
Sea o no así, el “todo” del poeta es bien diferente, pues no es el todo como horizonte, ni como principio; sino en todo caso un “todo” a posteriori que sólo lo será cuando ya cada cosa haya llegado a su plenitud.
La divergencia entre los dos logos es suficiente como para caminar de espaldas largo trecho. La filosofía tenía la verdad, tenía la unidad. Y aun todavía la ética, porque la verdad filosófica era adquirida paso a paso esforzadamente, de tal manera que al arribar a ella se siente ser uno, uno mismo, quien la ha encontrado. ¡Soberbia de la filosofía! Y la unidad y la gracia que el poeta halla como fuente milagrosa en su camino, son regaladas, descubiertas de pronto y del todo, sin rutas preparatorias, sin pasos ni rodeos. El poeta no tiene método… ni ética.
Este es al parecer, el primer frente a frente del pensamiento y la poesía en su encuentro originario, cuando la Filosofía soberbia se libera de lo que fue su calidad matriz; cuando la Filosofía se resuelve a ser razón que capta el ser, ser que expresado en el logos nos muestra la verdad. La verdad… ¿cómo teniéndola no ha sido la filosofía el único camino del hombre desde la tierra, hasta ese alto cielo inmutable donde resplandecen las ideas? El camino sí se hizo, pero hay algo en el hombre que no es razón, ni ser, ni unidad, ni verdad —esa razón, ese ser, esa unidad, esa verdad—. Mas, no era fácil demostrarlo, ni se quiso, porque la poesía no nació en la polémica, y su generosa presencia jamás se afirmó polémicamente. No surgió frente a nada.
No es polémica, la poesía, pero puede desesperarse y confundirse bajo el imperio de la fría claridad del logos filosófico, y aun sentir tentaciones de cobijarse en su recinto. Recinto que nunca ha podido contenerla, ni definirla. Y al sentir el filósofo que se le escapaba, la confinó. Vagabunda, errante, la poesía pasó largos siglos. Y hoy mismo, apena y angustia el contemplar su limitada fecundidad, porque la poesía nació para ser la sal de la tierra y grandes regiones de la tierra no la reciben todavía. La verdad quieta, hermética, todavía no la recibe… “En el principio era el logos”. Sí, pero… el logos se hizo carne y habitó entre nosotros, lleno de gracia y de verdad.
Tomado de: María Zambrano, Filosofía y poesía. México: Fondo de Cultura Económica, 2006.
Aristóteles, Metafísica.
Antonio Machado.
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